lunes, 23 de agosto de 2010

Otras literaturas


(Imagen: Ralf Pascual)
http://ralfpascual-fotografia.blogspot.com/
(Publicado en el Café de Artistas el 28 de Enero de 2009)

Al salir de casa pude percibir por toda la escalera el inconfundible olor a quemado de un nuevo pastel de la señora Boucher y pensé en lo que habría cambiado la historia de la literatura en caso de que Marcel Proust hubiera sido vecino de nuestro inmueble.
Eso, lo de pensar en la literatura, era una constante en mí por aquel entonces, así que bajaba los escalones de madera vieja de dos en dos, agotando el sueño que encerraban los poemas y las historias que pugnaban por escapar de mi cabeza para conquistar un espacio entre los grandes, para asombrar y seducir a los círculos de medianías de la triste ciudad de provincias que era entonces, para mí, el más excelso de los Parnasos.

Ya en el portal, que avecinaba la limpia claridad del mediodía, me crucé con el viejo Brasson, el destinatario –y la víctima- del afán repostero de la señora Boucher y ambos murmuramos un saludo protocolario que sonó a mutuo desinterés. Las calles y su ruido, los laboriosos ciudadanos en bicicleta, los sórdidos olores del mercado, no eran sino las dimensiones de la prisión donde yo creía habitar, cuando eran ellas las que en realidad me poblaban. Lo otro, lo de los versos hondos y medidos, los exóticos viajes, las damas y las tramas misteriosas en las callejas del lejanísimo París, el velo con que inculpar a mi inspiración aplazada. De momento y sin remedio, regresaba con las bolsas llenas de carne sangrante y verduras que sobresalían para señalarme como lo que era: el pequeño de los de los Bartin, un simple chico de los recados, la última mierda insignificante de un pueblito olvidado del Midi. Y ahora, tantos años después, me pregunto el porqué de esa vergüenza eterna y compartida, la de los recados y las bolsas, el motivo por el que, a partir de cierta edad, cualquier chico, en cualquier lugar, siente la misma humillante infamia que se deriva del transporte -público e impagado-, de pimientos y lechugas.
El tiempo, goteando los días, me distanció de mis visitas al mercado tanto como de mis afanes de gloria. Enterrados en aquellos días luminosos quedaron mil historias no nacidas, bajo el peso de las abundantes capas de lo que llaman la existencia real.

Tuvieron que pasar muchos años, muchas cosas, hasta que conocí a la señora Durand, y alguno más hasta que empecé a llamarle Thalie. Mi biografía, como tantas otras, se compone de dos o tres momentos importantes. El resto, que se desdibuja poco a poco en la memoria, no es más que el relleno que nos va alejando –o acercando- de esos pocos sucesos: Lo que, ostentosamente, denominamos nuestra vida.
Conocí, pues, a Thalie. No fue ni tarde ni pronto. Llegamos puntuales a una cita que concertó el destino, cuando ya los cuerpos y los corazones huyen del alboroto de la pasión y los celos. En la tranquilidad de un amor sin exigencias, recuperé el gusto por la escritura, que se transformó en un arte ajeno a testigos y prisas. Así que comencé a escribir bien, sólo por que ya no me importaba. Volvieron los versos medidos, las tramas, las historias que buscaba. Hoy conozco ya París tan bien como si alguna vez la hubiera visitado.

Es Thalie mi única lectora. Ella me hace pasteles quemados, pero a mí me gustan. Yo correspondo con versos y relatos que están siempre, quizá, demasiado cocinados.
Uno de estos días, al visitarla y ya desde el portal, se podía aspirar la fragancia de un brioche algo más que muy hecho. Entonces me crucé con un chico que saltaba los escalones de dos en dos y nos saludamos con escasa ceremonia.

Me imagino yo que iría a hacer los recados.

lunes, 16 de agosto de 2010

Trenes


Si la vida es un viaje, entonces la felicidad tiene dos paradas.
La primera es la de una existencia simple, sin inquietudes, sin ambición; cercana al aturdimiento. Si no te bajas en ese apeadero, el siguiente es el de la de la sabiduría, pero está tan lejos y se hace tan incómodo el trayecto que casi todos nos quedamos por el camino, en estaciones intermedias, criticando a los que se bajaron demasiado pronto con el mismo afán que a los que siguen empecinados con el infame traqueteo.
Y mientras, en los andenes, llenos de purita envidia, charlamos con otros viajeros y mantenemos con ellos conversaciones pretenciosas: ¡Qué bonito el paisaje! ¡Buen momento de llegar! ¡Qué suerte tuve al encontrarte!

Pero, de tanto en tanto, notamos como los ojos se nos llenan de carbonilla.