domingo, 27 de junio de 2010

En segundo plano


Cada una de las fotografías que conservamos en antiguos álbumes desde la infancia, están plagadas de personajes inciertos que transitan en segundo plano. Ellos ignoran que, mientras viven y envejecen, su imagen estática amarillea en un polvoriento cajón, en una caja de hojalata o en el trastero de alguien al que nunca conocieron.

Por eso, hace tiempo que tengo la sospecha de que mi imagen habita en algún domicilio de Tokio, paseando con mis padres por la Plaza Mayor, por detrás de una pareja de japoneses sonrientes.
Pero la prueba de todo esto la encontré hace poco:

Alex y Donna revisan viejas fotografías antes de su boda. En una de ellas, ella posa a los cinco años con sus hermanos en el parque Disney de Orlando, junto a Smee, el personaje de Peter Pan.
Entonces, Alex reconoce a su padre al fondo, vestido de oscuro, llevando el carrito de un niño. Ese niño es él. Han pasado veinte años, pero en el preciso momento que recoge la instantánea estaban a menos de cinco metros.
Y ahora ya no sé si abrir el cajón de las fotos, porque temo y deseo encontrarme con alguno de vosotros. Con trenzas o pantalón corto, qué se yo.

Allí, en segundo plano, pero retratados juntos para siempre.

(La fuente: http://www.wxii12.com/video/23827571/index.html)

domingo, 20 de junio de 2010

Gracias, Agatha



Al principio los libros eran islotes que, debidamente dispuestos por el suelo, me permitían atravesar el Océano del salón sin mojarme. Colocados en filas (ni tan distantes que me impidieran saltar de uno a otro ni tan cercanos que facilitaran en exceso la aventura), se convertían en una compleja red viaria con senderos, bifurcaciones e itinerarios. Este rojo y gordo de allí inicia el camino hacia el pasillo; aquel otro –ese desvencijado y encuadernado en piel-, marca el desvío que conduce a mi habitación. Este uso primigenio de los libros terminó el día en que mis padres regresaron antes de que pudiera recoger los archipiélagos y devolverlos a su lugar preciso en las serias estanterías de madera pero, sin duda, marcó el inicio de una historia de afectos que continúa hasta hoy.

Sin la posibilidad de continuar el juego y purgando mi falta con un castigo incierto que ya he olvidado, había llegado, sin embargo, a un hondo conocimiento de todos los volúmenes de la biblioteca, hasta el punto de conocer casi cada uno de ellos por sus características relacionadas con el tamaño, el diseño de las portadas, el color y hasta el olor de sus páginas, mas no me había sido aún concedida la habilidad para, además, leer su contenido o al menos su título. Yo intuía que algo más había en ellos, porque veía a mi madre abrirlos y mirarlos por dentro con una concentración casi mística y del todo excluyente, así que cuando me informé de que los libros (por dentro) contaban historias no pude evitar arriesgarme a una nueva condena y me encaramé a un estante con determinación, pues sabía exactamente dónde encontrar al protagonista de mis sueños.

No era grande ni bonito, no tenía la contundencia de un diccionario ni la gracia repetitiva de las colecciones. Era sólo eso: un libro en rústica muy usado.
Pero la portada era sensacional: En ella, sobre el fondo verde oscuro donde se adivinaba una partitura, se podía ver una jeringuilla, piedras preciosas y unas salpicaduras de sangre reseca. ¿Puede haber algo más atractivo para la imaginación de un niño? Se llamaba “Asesinato en la calle Hickory” y yo necesitaba saber lo que decía.

Aghata Christie fue, pues, la causa por la que quise aprender a leer y aquella vieja portada sigue siendo, en el fondo, la inspiración de todo cuanto he escrito desde entonces.

sábado, 19 de junio de 2010

Leyendas


(Publicado en el "Café de Artistas" el 31 de julio de 2007)

Corren todo tipo de leyendas por el valle. Son historias espeluznantes acerca de brujas y de ogros sanguinarios; de sacamantecas, que aquí llaman sacaúntos o también hombre del saco; de malvados monjes en siniestra procesión por los campos y de todo tipo de horrores, que sólo sirven para amendrentar a los niños y a las viejas.
Pero yo no tengo miedo, porque mi padre está conmigo.

Los dos vivimos en una granja al borde de un camino polvoriento. No tengo madre o hermanos, nunca tuve más familia que papá, un agricultor acostumbrado al duro trabajo y a la pobreza, que únicamente cae en el pesimismo cuando habla de las inclemencias del tiempo o de los bajos precios de la cosecha. Yo sólo tengo ocho años, pero le ayudo en todo lo que puedo: en el campo, con los animales, con los pernos, en la caldera…

De tanto en tanto, papá engancha las dos mulas al birlocho y me hace un gesto. Entonces voy al huerto que hay detrás, en el patio, y recolecto judías, pimientos, tomates y enormes berenjenas brillantes y lo guardo todo en cajas de tablas de madera. Luego, cargamos el carro y nos ponemos en camino, arreando a las caballerías por entre trochas y veredas de ganado -mi padre bien erguido en el pescante, con ese aspecto suyo tan serio y a la vez tan dulce- y yo feliz a su lado, aspirando el aroma del espliego y la hierbabuena recién florecida, sorprendiendo a las raposas que se cruzan por el camino, o contándole historias exageradas, que él desacredita con tan sólo una mirada. Nuestro destino son siempre los predios altos, donde viven los aparceros, que se reparten los beneficios del campo con los propietarios, lo que en los años malos significa obtener la mitad de nada. Eso provoca que sean aún más pobres que nosotros. Como siempre dice papá, para recibir hay que dar y por eso nuestras visitas: para dejarles cajas con hortalizas, que reciben con el fingido rechazo inicial que a menudo provoca el orgullo del hambriento.

Luego de haber acabado el reparto, nos demoramos por los arroyos y albinas donde siempre encontramos a algún hijo de aparcero, arrapiezos descalzos y llenos de mocos que pescan para matar el tiempo y se bañan en las pozas. Cuando vemos a alguno que está sólo, yo me bajo y le invito a subir al carro. Entonces papá lo mete en el saco, cierra con un nudo y regresamos a casa, bajando los desmontes mientras las mulas hacen sonar los cascos en la tierra reseca y el niño, poco a poco, deja de removerse bajo la arpillera.
Por el valle corren todo tipo de leyendas.

Pero yo no tengo miedo, porque mi padre está conmigo.

lunes, 14 de junio de 2010

Tarde de toros


(A J.M. López, por las tardes en el Nueve)

Era inevitable que la sombra de aquella tarde del 67 sobrevolara toda la conversación como una nube zaina y malaje, pero yo quería darle una larga al Chato y llegar a eso después.

La cita era en una taberna del gremio y a las cinco -como no podía ser de otro modo-llena toda ella de carteles, cabezas negras de bureles, fotos de verónicas apretadas y trasiego de vinos y aceitunas. En un rincón me espera Gerardo de la Vega “El Chato” y parece tener más indolencia que expectación ante una entrevista que llega después de tantos años. La mesa no es grande, pero la masa corpulenta del picador casi octogenario la convierte en minúscula, como el asustado vaso que sujetan sus manos enormes, rotas de campo y de bregas.

Después del trasteo, comenzamos por analizar su trayectoria y él agradece con la cabeza mi minuciosa documentación: los comienzos, las tardes de gloria y el modo de arrancar el caballo al tiempo que coloca la puya en todo lo alto del morrillo, se carga sobre el palo y sesga el caballo a la izquierda para que el toro salga por delante. Los ojos cansados se le van llenando de antiquísimas ovaciones recogidas en el tercio con el castoreño triunfal en la mano. De casta le viene al galgo: son tres las generaciones que acabarán con él, que siempre siguió soltero. Y feria va feria viene, vamos obligando al camarero que repite y se empeña con nobleza.

Avivado por los tres pares de tintos me empieza a hablar del Torero (él siempre se refiere a él así, como si no hubiera ningún otro que mereciera ostentar tal condición). Entró en su cuadrilla en el 64 y cuenta que fue entonces cuando se aficionó de veras a los toros, lo que no deja de tener gracia en alguien que ya ayudaba a apartar reses en la dehesa antes de empezar a acudir a la escuela. Con él sólo entraban los mejores y me relata con entusiasmo la apostura del que fuera su patrón tantas tardes, ese magnetismo inexplicable que da la fama y su modo de echar la pierna adelante pisando esos terrenos que no pisa nadie, haciendo arte como sin querer hacerlo, con el desmayo que no se aprende y que es sólo patrimonio de los elegidos. Todo lo tuvo en la mano y todo lo perdió por aquella mujer. Pilar se llamaba. Era la fulana de Abilio Fernández, el ganadero, que tenía un hierro de bravos en Salamanca, unos torazos encastados y tan grandes como su mala intención.

El Torero se fue detrás del guiño coqueto que le hizo ella desde el sol y se puso a la sombra de sus piernas suaves y tan largas como varas de picar sin calcular que, en este mundo de luces y capotes -como en todos, al cabo-, mandan los que mandan y que a nadie le sale gratis hurtarle la hembra a un jerifalte. El Maestro empezó a rondarla y a llevarla a la finca a pesar de los pesares del Chato, quien le advertía de una ruina cantada desde un afecto entregado e imposible.

Y así llegamos a la tarde que marcó tantos destinos. Gerardo nunca supo si el asunto estaba amañado de antes o si la sentencia fue por brindarle el primero a aquella mujer. El caso es que su segundo salió con algo en la vista que, al principio, era sólo una simple rareza en el embiste. Cuando El Chato movía al penco para colocarse en suerte ya había atropellado a un peón por ir al bulto, pero fue al pasar por el tendido de Don Abilio cuando vio en la ira expectante de su mirada la verdad: al toro le habían puesto algo en los ojos para que fuera quedándose ciego y, al llegar a la muleta, no obedeciera a engaños y que fuese el engaño de Pilar el que condenara a muerte al torero.
Y fue entonces cuando el Chato decidió la partida y descordó al toro con la puya.

Un profesional lo sabe. Hay un sitio preciso entre dos vértebras donde dejar inválido a un toro para que lo tengan que apuntillar en la plaza. Fin de la historia. Al volver al callejón entre insultos aún tuvo tiempo para volver la cabeza y ver al ganadero echando espuma por la boca y con la rabia del fracaso en la mirada. De la corrida nada más quedaron unas pocas crónicas airadas y algún recuerdo de aficionado antiguo.

El Chato sólo se llevó una multa, pero tuvo que retirarse y encontró empleo en un taller de coches de lujo, donde cambió la sangre y la pica por la grasa y el destornillador. En cuanto al torero, se fue con Pilar a Méjico y toreó una temporada más sin convencimiento hasta que otros cuernos distintos le hicieron aún más daño que las cogidas y nunca más se supo de él. Abilio Fernández se mató un par de años después en un accidente de tráfico, al regresar de un festejo en la plaza de Ronda.

Vuelve el sonido de la tasca. Lejanas comandas. Risas. Ruido. Pido la cuenta y hablo:
No voy a publicarlo, pero pude ver el atestado de la Guardia Civil. Resulta que Don Abilio se fue desmonte abajo por la curva de Los Lebrillos. Lo curioso es que no se encontraron marcas de frenado en el asfalto.
Qué faena, dice. Aún sigo preguntándome si no me estaba encajando un juego de palabras.

Le dejo unos segundos y algo de distancia. Igual fue cliente suyo, del taller, digo. Y él desparrama la vista por entre los azulejos de añil y mugre.
Cómo acordarse, concluye distraído el piquero con un hilito de voz, pasaba por allí tanta gente…

domingo, 6 de junio de 2010

Joe Black


Resulta inquietante, ya de por sí, esa especie de lotería consistente en que, de entre tantos miles de espectadores, un bate vaya a impactar directamente en tu rostro y que medio mundo constate tu mala suerte y pueda ver tu cara maleable y doblegada.

Intriga también el porqué de entre todos, el destinatario del golpe es el único que no se defiende. Bueno, él y esa niña cuya edad le impide temer el golpe. (Ella cree que puede recogerlo, hubiera querido para sí tal fortuna).

Pero lo que verdaderamente asusta de la imagen es el tipo de arriba, el que va vestido de negro con un ribete blanco en el cuello que le hace parecer un clérigo.
Si se repara en él, en su impasible gesto y en su media sonrisa, se aprecia que parece saber desde el principio lo que iba a suceder, por eso no se inmuta.

Y por eso buscó un asiento cercano al tipo de verde: Para asistir de cerca a su desgracia que, por algún motivo inexplicable, conocía ya de antemano.

martes, 1 de junio de 2010

Un Hombre que recorre la cocina


Un Hombre recorre la cocina. Camina unos ocho pasos hasta la encimera y regresa (de nuevo son ocho pasos) hasta la puerta de servicio. Está claro que se trata de una cocina amplia. Mientras camina piensa en distintas cosas, además de ir descubriendo poco a poco aquello que le queda oculto al habitante promedio de cualquier vivienda, porque los escenarios en los que se desarrolla la mayor parte de nuestras vidas encierran detalles inadvertidos o pospuestos por otras urgencias (nunca hay tiempo para descubrir los matices e intenciones de los objetos, como los de ese cuadrito de incierto origen que quedó por siempre sujeto por una alcayata y olvidado entre el extractor y la ventana). Es pues el Hombre una especie de descubridor, un Inventor-de-lo-Siempre-Presente. Podríamos haberle llamado el Ser, el Descubridor, la Persona, qué sé yo pero, para facilitar la nomenclatura, le llamaremos el Hombre.

Aclaremos que recorrer la cocina (o comer, o dormir o lavarse) es la única actividad del Hombre, junto a la de mirar alrededor y meditar. Aquí la objeción se hace evidente ¿No trabaja, no sale a comprar, no tiene trato con otras personas? La respuesta es sencilla: Quien realiza esas actividades es otro. Otro Hombre. Tenemos, pues, dos hombres: Uno camina y piensa y el otro se corta el pelo, realiza apuntes contables ocho horas al día y compra a diario algunos comestibles en la tienda de los chinos de la esquina. A nuestros efectos sólo existe uno de ellos, el otro poco importa, ¿Qué interés podría tener un ciudadano, digamos normal?

El Hombre (el nuestro, el primero, el que recorre la cocina) desprecia la existencia del otro pero lo tolera por su innegable utilidad. Y viceversa; es más que probable que ocurra lo mismo al contrario, pero eso no lo podemos saber, ya queda explicado que queda fuera del ámbito de nuestro análisis. Es más, pudiera existir un tercer hombre que pertenece a algún club, que tiene mujer e incluso hijos... Si es así, los dos primeros desconocen ese extremo. Hasta se podría considerar la posibilidad de un cuarto y hasta un quinto hombre. ¿Quién puede saberlo?. Acaso el hecho de vivir conlleve precisamente la ignorancia (o la negación) de la existencia de otros que también somos nosotros. Vamos pues a partir de la base (es una convención como otra cualquiera) de que nuestro Hombre, salvo para dormir o realizar funciones esenciales, está siempre sólo y vive prácticamente todo el tiempo en la cocina, recorriéndola a conciencia sin que eso le haga más preso ni más libre que un explorador del Ártico, pues tantas incógnitas albergan los espacios y las almas respecto a lo lejano como lo hacen en relación a lo más próximo. Él también se pregunta a menudo cual es el motivo por el que apenas abandona ese entorno. (Tan sólo a veces, en su profunda abstracción desemboca en la penumbra de un pasillo e incluso llega a entrar en un salón de decoración algo abigarrada, mas en cuanto percibe su propio atrevimiento regresa a la tranquilidad de su hábitat y a la satisfactoria luz de los tubos fluorescentes que dan lustre a unos blanquísimos azulejos). La respuesta no es simple. Es posible que sea por miedo, un temor indeterminado a encontrarse con el otro, el que tiene una vida social y dialoga de vez en cuando con el conserje. O quizá el motivo sea distinto, algo más profundo. Acaso su devenir en ciclos de dieciséis monótonos pasos tenga precisamente como fin último descubrir esa causa. Mientras tanto dedica su pensamiento a tantos afanes que el día se hace corto. A lo mejor debiera escribir sus numerosas conclusiones, documentar sus ideas para librarlas del olvido, pero eso le es imposible porque, para hacerlo, no tendría más remedio que salir de la cocina.

Y como tampoco ve ninguna ventaja en transcender, va quemando sus pensamientos como cigarrillos, con la seguridad de que serán sustituidos por otros igual de provechosos. Existe una selección natural en las cavilaciones, semejante del todo al proceso de evolución de las especies, en virtud del cual algunas ideas mueren y otras anidan, permanecen en los bolsillos de la memoria y reaparecen una y otra vez transcurrido algún tiempo. Esos sedimentos tan masticados componen el atisbo (o el embrión) de la construcción de sus creaciones, que acaban por ser tan sólidas como estériles, tan inútiles como fragantes flores inéditas.

O puede que no sea así. Cabe la opción no del todo imposible de que el Hombre sea una especie de fábrica de introspecciones que después exporta para uso y disfrute del otro, de ese desconocido que vuelca apuntes contables durante ocho horas al día. Anochece.

Fuera, en algún lugar remoto de la casa, alguien teclea alegremente en un ordenador.