sábado, 27 de octubre de 2012

El sótano

Uno

El Universo mide exactamente cuatro metros de ancho, cuatro y medio de largo y tres de alto. Las paredes son de ladrillo visto; el suelo -que siempre está húmedo y frío-, de cemento sin pulir. Arriba, en la techumbre, se abre una pequeña trampilla de cincuenta por cincuenta centímetros que sirve de ventilación y por la que apenas discurre la única luz.
Habitan el Universo dos hombres. En realidad son hermanos, pero ellos ignoran su vínculo, como ignoran todo lo demás, salvo que existen. Siempre han estado allí. Desde hace más de treinta años, viven, comen, duermen y defecan en el sótano, que es el Universo.
Cada dos o tres días, la comida cae al suelo desde la trampilla con un ruido sordo. No es gran cosa: restos de guisado, patatas… alguna que otra vez, carne; las más, legumbres. Los habitantes no son remilgados, consumen con avidez el rancho sin servirse de las manos. El más fuerte de los dos come siempre primero.
Cuando vienen las lluvias, las filtraciones anegan el suelo, pero ellos han aprendido a aferrarse a la pared para no calarse. En esos días, duermen asidos al muro, pegados como insectos o reptiles, con un respirar cadencioso y la mente primitiva alerta. Si su enfermedad les permitió alguna vez cierto vestigio de cordura humana, la vida en el sótano hizo desaparecer ese rastro para siempre.
Un día por semana, Dios baja al Universo con una escala para retirar los excrementos y dejar un cubo con agua. También lleva un palo, pero hace años que no lo usa. Los habitantes saben retirarse a un rincón hasta que se marcha.

Dios también está enfermo y se llama Crisanto.
Es su padre.

Dos

El Concello de Pedras da Corgo se derrama en desorden por una ladera verde e infinita, salpicando los pastos con casas de solemne pobreza, de un abandono antiguo, húmedo y triste. Los vecinos son pocos y muy viejos, restos irreductibles de la emigración masiva de mediados de los setenta.
Sucede que allí, a veces, la certeza y la intensidad del odio sobreviven al recuerdo de los motivos que lo causaron. Paíños y Lobeiras viven enfrentados desde hace tres generaciones. Hay quien dice que fue por unas vacas. Otros, que un Lobeira dejó preñada a una Paíño y hasta los hay que hablan en voz baja de un terrible conxuro. Pero nadie sabe a ciencia cierta por qué si alguien del chaparral se cruza con un Lobeira, pasa sin mirar y escupe al suelo, ni por qué ambos se alejan con el rostro ardiendo y con las sienes encanecidas latiendo tan fuerte.

Una noche, una lluvia tenaz y oscura oculta la luna llena colmándola de malos presagios. Un hombre camina por entre los campos, maldiciendo entre dientes, con el cuello de la pelliza bien subido y un paraguas inútil que opone al viento. No llega a ver quién sostiene la recia escopeta de caza que le espera en un recodo y, aunque la descarga lo levanta del suelo con el pecho abierto en dos, Crisanto Lobeira tarda en morir varias horas y consume su desvarío recitando las tonadas que aprendió cuando niño, solo, enredado entre las zarzas en las que ha buscado cobijo después de arrastrarse como un perro por el barrizal.

Y tres

El último habitante del Universo mira y remira la trampilla abierta.
Cerca de él, lo que un día fue su hermano es ahora sólo una carcasa vacía e inerme, el sustento que le ha permitido sobrevivir desde que fue dejado de la mano de Dios.
Ahora, de un lado está el miedo.
Del otro, el hambre, la sed y la esperanza de encontrar más semejantes cuyos cuerpos le ayuden a vivir. Debe ir hacia la Luz.
De pronto, se provee de una suma de determinación y necesidad. Trepa el muro. Se aferra a un ángulo imposible y ve que puede progresar.
Ya ha llegado hasta el hueco. Sólo le queda asirse al borde, bascular y darse impulso.
Primero coloca una mano.
Luego la otra.

El último habitante del Universo, decidido y hambriento, ha salido al mundo exterior.

sábado, 6 de octubre de 2012

La cinta amarilla



Esta noche, como tantas, como todas las noches, devolveré la foto y la cinta a la mesilla y me dormiré mandándole un beso a Juan.

La foto está ya arrugadita y más desde esta mañana en la Audiencia, cuando la apuñaba en el bolsillo del vaquero por debajo de mi toga de Juez, como si me diera fuerzas. Como un amuleto. Y cada vez que la remiro me parece mentira el verme tan chica, parada con las tenis que me regaló el tío Tano, rascándome en la espalda (¿por qué será que siempre que algo nos inquieta nos rascamos en la espalda?) y con esa cara de incrédula curiosidad, detrás del policía atisbando la muerte y el futuro. Créeme que todavía –y son tantos los años- noto el tacto tibio de su mano en la mía.

De la cinta amarilla me guardé un fragmento, el que va cada noche a la mesilla junto a la foto. Fíjate cómo la cinta separaba ya el mundo del que salía, el perfecto perímetro que dejaba fuera los dibujos animados y la infancia entera y adentro, los cadáveres de mis tíos despedazados por la Mara del 18, un ajuste, decían. Pero yo no sabía de ajustes ni de maras. Déjate, le dijo él a su compañero, tiempo al tiempo, que a cualquier perro se le atora un hueso.

Y ya no le vi más hasta hoy. En persona, quiero decir, que veinte años no es nada, como decía el argentino. Pero hoy me dio un vuelco al verle de nuevo, tan él, más viejito pero con esa misma forma de caminar y echar las manos atrás. Entonces, antes de sentarse en el banquillo se rascó la espalda y a punto estuve a echarme a llorar, ¿lo puedes creer?

Recién acabo de empezar a administrar justicia en Aragua y va y me llega aquel mismo policía de la foto con la acusación de matar a unos sicarios del 18, tanto tiempo después y me doy cuenta que era verdad: a cualquier perro se le atora un hueso. El fiscal dice que son todos la misma cosa, que son coyotes de la misma loma, pero yo le declaro inocente entre los murmullos de reprobación de la Sala.

Nadie nunca sabrá que yo sé que fue Juan quien les mató, pero no lo hago por mí, ni por los tíos, sino por esa mano que me hurtaba de la violencia y, sobre todo, porque sigo enamorada de él desde entonces.

La Justicia, ya aprendí, es como el amor. Ambos pueden impartirse en un secreto que dure por siempre.