viernes, 30 de noviembre de 2012

El vestido de Epifanía


(Publicado en el Cafe de Artistas, el día de Reyes de 2007)



La Fani, en realidad, se llama Epifanía pero se cambió el nombre de joven, a causa del personaje de una película que vio con su hermana Valentina en un remoto cine de barrio.
Epifanía (la Fani, para entendernos) limpia una oficina a diario y, dos veces por semana, va donde Doña Mercedes que paga poco pero puntual lo que, en su modesta industria, es un factor a tener muy en cuenta. A la Fani le pasaron los amores y los años por encima pero ahora, desde hace un tiempo, se ve con Damián, que está malcasado con una mujerona seca y aburrida y toca en una orquesta por pueblos y bodas, con lo que siempre viene con un traje gastado que huele a viaje, anís y mentiras.

En estos días, echando unas horas de más, trampeando de aquí y de allá, la Fani se ha comprado un vestido negro sin mangas que a la Valen no le gusta porque dice que le hace el brazo gordo. Pero ella se ríe.

Siempre se está riendo la Fani, pero últimamente más, porque Damián ha dejado al fin a su mujer. Por eso -y para celebrar su santo- van a salir la noche de Reyes a ver la cabalgata y a tomar unos vinos por el centro. De ahí el vestido. De ahí también la risa; permanente, limpia, contagiosa.

Pero hoy que es cinco, mientras trajina con escoba y cogedor – la radio bien alta – por casa de Doña Mercedes, el Damián la llama al móvil para explicar que no va a poder ser, que es de comprender; que ésta (él siempre dice ésta) se ha puesto mala y que no tiene corazón para dejarla así y que a ver si la semana que viene o la otra y que si esto y que si aquello.

Ahora, mientras plancha, como sin darse cuenta, Fani se seca una lagrimilla con la punta del delantal y se dice que será por la música que es muy puñetera. Y que bastante faena tiene como para preocuparse por una bobada. Pero ella sabe que esa lágrima que le quedó prendida en el dobladillo es por el bolero de Luis Miguel y es por el Damián pero, sobre todo, es por cuando tenga que volver a casa y ver el vestido inútil esperando bien estirado sobre la colcha, como un bicho muerto.

Y porque, en el fondo, le gustaba mucho cómo le quedaba.


lunes, 12 de noviembre de 2012

En defensa de los refranes

Charlando el otro día con una buena amiga, una de esas personas que te hacen recordar que conversar significa “dar vueltas juntos” (hermosísima etimología, por otra parte), salió el tema de los refranes y del poco predicamento que tienen, en general, los aforismos, las frases hechas y los proverbios entre la “gente de bien” a pesar de su gracia y de su indudable capacidad expresiva.

De regreso a casa me puse a dar vueltas al tema de forma individual, lo que no deja de ser siempre una suerte de entrenamiento del conversador vocacional, para ver de llegar a alguna conclusión, siendo como soy una especie de fan de esa sabiduría popular, tan bien construida, siempre certera y a veces gamberra, que encierran los dichos y los refranes. Por ponerme docto y parafrasear a Cervantes “se trata de verdades y que son verdades tan lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que se le igualen”).

Esta cita irónica que el Don Quijote pone en boca de Ginés me puso sobre la pista y a poco que me puse a “conversar” con el inefable Google descubrí dos cosas. Una, que no ha habido pueblo o grupo humano del planeta que no haya acuñado refranes y dos, que estos jamás han sido del gusto de los mandatarios, el poder civil o los intelectuales (desde Quevedo al padre Feijoo, desde Baltasar Gracián a Voltaire o a Hegel, para terminar en nuestros educadores, garantes de la corrección de lo que ha de ser un señorito o señorita que se precie). Para resumir copio las palabras de Feijoo:

“Hay muchos adagios no tan sólo falsos, sino injustos, escandalosos, desnudos de toda apariencia de fundamentos y también contradictorios unos a otros. Por consiguiente, es una necedad insigne el reconocer en los adagios la prerrogativa de evangelios breves”

Mucho se enfada el clérigo por nada. El refranero no adoctrina ni impone, es una especie de “contra ideología” que se burla hasta de sí, hasta el punto de ser el origen de una pirueta genial: “Mujer refranera, mujer puñetera”, uno de mis favoritos.

Hasta los aparentemente inocuos refranes meteorológicos sustraen inadvertidamente a los poderes establecidos, (la ciencia, la Iglesia…) de su poder adivinatorio o providencial al tomar como ciertas las mil lluvias de abril o lo que sucederá en caso de que “marzo mayé”.

Y es que los refranes, como los chistes, son el software libre del pensamiento . No son de nadie y son de todos, no se conoce al autor, no están sujetos a derechos, son contagiosos, contradictorios, persuasivos, democráticos y tienen frecuentemente la virtud de desnudar al emperador. Manifiestan, en conjunto, la certidumbre de que no existe certidumbre. Todo ello unido, les convierte en peligrosos y transgresores y no es de extrañar que tanta libertad impune haya inquietado siempre a los defensores de lo correcto. “A Dios rogando y con el mazo dando”. ¡Voto a bríos, quién se invento eso, que lo detengan, maldita sea, es buenísimo; va a correr como la pólvora!

Siempre he creído que las conductas humanas frecuentes tienen por fuerza algún sentido y que es imposible que no sea así, porque, de lo contrario, se hubieran extinguido. El gran Hernán Casciari, en su página “Orsay”, abogaba hace un tiempo por actualizar los refranes. Estoy plenamente de acuerdo. Dice y con razón que ya no existen herreros ni cuchillos de palo, que la realidad es ahora muy otra y, con su agudo sentido del humor, propone una actualización de los refranes a los tiempos que corren. Traslado algunos de sus ejemplos:

“Mujer en el chat, marido en el PizzaHut”.
“No hay mail que mil megas pese”.
“Si tu equipo la va a cagar, los sms has de bloquear”.


Por lo que se ve, los refranes y adagios seguirán a su ritmo sin que los sesudos guardianes de la verdad puedan hacer nada al respecto, porque, ahora que caigo en la cuenta, atañen siempre a la esfera privada y están provistos del blindaje del humor. Y contra eso, no hay quien pueda.

Las posibilidades son inmensas, pero me limito a una aportación propia, inspirada en una comida a la que asistí hace poco y que podría significar que las cosas con mucho prestigio no son necesariamente las más satisfactorias:

“Cuantas más “Estrellas Michelín”, más escaso es el festín”.

(Es muy malo, lo reconozco. A ver quién se atreve ahora a conversar acerca de estas conclusiones con mi amiga)