“La gente recuerda bastante mal. Pero las sociedades recuerdan bien, el enjambre recuerda, codificando la información para burlar a los censores de la mente, transmitiéndola de abuela a nieta bajo la forma de pequeños fragmentos de insensateces que no se molestarán en olvidar. A veces la verdad se mantiene viva a sí misma de maneras tortuosas pese a los tenaces esfuerzos de los guardianes oficiales de la información.”
Terry Pratcher (Lores y Damas)
Era invierno y había un columpio.
El columpio del parque era el mismo que el de verano, pero parecía otro. Aún en la distancia, casi podías notar el tacto gélido de los eslabones de hierro o percibir la humedad profunda del tablón lleno de grietas. Por debajo, el hueco horadado en el suelo –en verano todo polvo árido- es ahora un barrizal negro, con los algodones sucios de las últimas nieves de enero remoloneando en los lugares donde apenas llega un sol debilitado, que ahora comienza a ocultar su cansancio detrás del horizonte picudo de la sierra.
Marcos cerró la cortina y pensó que el columpio (en invierno), se hallaba amputado de los niños bulliciosos que no regresarían hasta mayo, con el estómago lleno de merienda y la cabeza llena de juegos y canciones. Las mismas canciones de su infancia y de la infancia de su madre. Y de su abuela. Y así hasta…
Mientras preparaba la cena, se sorprendió a si mismo canturreando y tuvo que esforzarse para recuperar el proceso de asociaciones que le habían conducido del columpio a las tonadas: “Aserrín, aserrán…”. Al pensar en ello fue cuando, en el bolsillo trasero de su memoria, encontró el recuerdo de una sombra fugaz moviéndose en el jardín hace sólo unos minutos, tal vez tras el seto que rodea el columpio. ¿O no fue entonces?
Para el que vive solo, las horas previas al sueño son un tránsito que tiene un algo de melancolía, algo así como una bolsa llena de ausencias contra las que lucha la voz -tamizada por la distancia-, del presentador de las noticias en una televisión prendida por costumbre. Se ha declarado la noche. “Entran en el huerto/pican los sembrados/por eso te digo/ que tengas cuidado”. Algún ruido por ahí fuera, uno se acostumbra. A los ruidos sin origen cierto los acrecienta el silencio. Esta vez se diría que parece el crujir del hierro y la madera en movimiento, otro día parecerá otra cosa, da lo mismo. Mañana toca madrugar. Marcos se acuesta y casi disfruta del primer escalofrío, que pronto calmará la tibieza de las sabanas limpias. Y ya la única luz que queda es la claridad verde del despertador digital anunciando las doce y media, “duérmete niño, duérmete ya…”
Hay un momento preciso en el que la pelea entre querer creer que todo va bien y saber que no es así se decanta de modo definitivo. Y ya no hay manta que cubra lo inminente.
“…que viene el coco…”
Es entonces cuando la puerta del dormitorio se abre de golpe. Marcos comprende de repente algunas cosas. Una de ellas, la que más importa ahora, es la certeza de que algo inevitable va a sucederle y que, acaso, debería de haberse dormido antes.
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