(Imagen: Max Sauco)
Fausto nació perverso, guapo como el demonio y haciéndose presente con berreos inútiles que nunca pudo intercambiar por consuelos, así que aprendió enseguida como sacarle partido a cada esfuerzo. Creció sin madre y con un padre que se buscaba la vida mientras se perdía las ajenas, incluida la de su molestia hecha hijo. De este modo, la prenda cambió enseguida el colegio por la calle con la ventaja de su inteligencia, su abandono y el encanto de chico apuesto que subrayaba con esos ojos azul mate que, ya por aquel entonces, te miraban a navaja.
A los nueve descuadraba las cuentas al encargado de los billares y a los doce recién cumplidos distraía carteras en el tranvía y por la Plaza Mayor y se las entregaba sin billetes a los guardias y a los transeúntes a cambio de una propina suplicada con ese gesto inocente que es sólo patrimonio de los niños pobres. En los cincuenta -ya adolescente- se acopló por la calle de la Victoria, revendiendo papel en San Isidro y aprendiendo a tasar como nadie según cartel, sabiendo de los tendidos en los que antes se amansa la sombra. Fue un reventa de los de ley, de esos que, si jabonan, nunca ponen las entradas a precio y que se comen seis filas vacías si es menester antes que cederle el paso a la deshonra. Luego vino el güisqui, el tabaco y el material de liturgia proveniente de peristas en iglesias de pueblo comandadas por párrocos con tanta ambición como incultura: todo lo que se tiene al alcance tiene precio, todo se vende, en todo hay beneficio si no se tiene miedo.
A esas alturas, tenía una docena larga de chicas por Desengaño y Gran Vía que se morían por verle un gesto de barbilla y una sonrisa. Se quedó con las de pelo claro y gen propicio y les adentraba una herramienta descomunal, caliente y dura como metal de fragua con tal tino que cada espasmo era una imposición a plazo de nueve meses, con el rédito de un querube rubiasco y hermoso que, por trescientos del ala, colocaba a las familias pudientes que no podían engendrar. A cien mil el kilo de llorón, sobre poco más o menos. El Fausto amparaba su trapicheo argumentando que devolvía el pan a quien sí tenía dientes, en una especie de acto de justicia. Justicia pagada eso sí, que, al fin el bisnes es el bisnes. Y a las jebas que le hacían de vivero, cuarenta semanas fuera de la calle a cuerpo reina, diez papeles por las molestias y tos contentos, de modo que la semilla indecente se fue propagando por los barrios bien como reguero de pólvora.
Al Fausto muerto se le encontró sin costuras y con la sangre por fuera en una bocacalle de Mesón de Paredes el día de Año Nuevo del sesenta y seis. Nada más hizo la policía desconcertada sino informar del deceso del ciudadano Fausto Molero García y archivar el papeleo. Al sereno que lo encontró, le borraron de la declaración el detalle de unas huellas como de chivo o de cabra alrededor de la masacre del cuerpo vacío, por no alimentar la leyenda.
Y al poco, cada familia plín que compró el producto tuvo su parte alícuota de la plaga, observando con aprensión al heredero, tan malo siendo tan guapo y teniéndolo todo en la vida, mientras el rorro se las apaña para desviar la vista hacia otro lado con unos ojos azul mate donde se empieza ya a atisbar un mirar agudo que tiene el mismísimo son de una navaja afilada.
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