Un Hombre recorre la cocina. Camina unos ocho pasos hasta la encimera y regresa (de nuevo son ocho pasos) hasta la puerta de servicio. Está claro que se trata de una cocina amplia. Mientras camina piensa en distintas cosas, además de ir descubriendo poco a poco aquello que le queda oculto al habitante promedio de cualquier vivienda, porque los escenarios en los que se desarrolla la mayor parte de nuestras vidas encierran detalles inadvertidos o pospuestos por otras urgencias (nunca hay tiempo para descubrir los matices e intenciones de los objetos, como los de ese cuadrito de incierto origen que quedó por siempre sujeto por una alcayata y olvidado entre el extractor y la ventana). Es pues el Hombre una especie de descubridor, un Inventor-de-lo-Siempre-Presente. Podríamos haberle llamado el Ser, el Descubridor, la Persona, qué sé yo pero, para facilitar la nomenclatura, le llamaremos el Hombre.
Aclaremos que recorrer la cocina (o comer, o dormir o lavarse) es la única actividad del Hombre, junto a la de mirar alrededor y meditar. Aquí la objeción se hace evidente ¿No trabaja, no sale a comprar, no tiene trato con otras personas? La respuesta es sencilla: Quien realiza esas actividades es otro. Otro Hombre. Tenemos, pues, dos hombres: Uno camina y piensa y el otro se corta el pelo, realiza apuntes contables ocho horas al día y compra a diario algunos comestibles en la tienda de los chinos de la esquina. A nuestros efectos sólo existe uno de ellos, el otro poco importa, ¿Qué interés podría tener un ciudadano, digamos normal?
El Hombre (el nuestro, el primero, el que recorre la cocina) desprecia la existencia del otro pero lo tolera por su innegable utilidad. Y viceversa; es más que probable que ocurra lo mismo al contrario, pero eso no lo podemos saber, ya queda explicado que queda fuera del ámbito de nuestro análisis. Es más, pudiera existir un tercer hombre que pertenece a algún club, que tiene mujer e incluso hijos... Si es así, los dos primeros desconocen ese extremo. Hasta se podría considerar la posibilidad de un cuarto y hasta un quinto hombre. ¿Quién puede saberlo?. Acaso el hecho de vivir conlleve precisamente la ignorancia (o la negación) de la existencia de otros que también somos nosotros. Vamos pues a partir de la base (es una convención como otra cualquiera) de que nuestro Hombre, salvo para dormir o realizar funciones esenciales, está siempre sólo y vive prácticamente todo el tiempo en la cocina, recorriéndola a conciencia sin que eso le haga más preso ni más libre que un explorador del Ártico, pues tantas incógnitas albergan los espacios y las almas respecto a lo lejano como lo hacen en relación a lo más próximo. Él también se pregunta a menudo cual es el motivo por el que apenas abandona ese entorno. (Tan sólo a veces, en su profunda abstracción desemboca en la penumbra de un pasillo e incluso llega a entrar en un salón de decoración algo abigarrada, mas en cuanto percibe su propio atrevimiento regresa a la tranquilidad de su hábitat y a la satisfactoria luz de los tubos fluorescentes que dan lustre a unos blanquísimos azulejos). La respuesta no es simple. Es posible que sea por miedo, un temor indeterminado a encontrarse con el otro, el que tiene una vida social y dialoga de vez en cuando con el conserje. O quizá el motivo sea distinto, algo más profundo. Acaso su devenir en ciclos de dieciséis monótonos pasos tenga precisamente como fin último descubrir esa causa. Mientras tanto dedica su pensamiento a tantos afanes que el día se hace corto. A lo mejor debiera escribir sus numerosas conclusiones, documentar sus ideas para librarlas del olvido, pero eso le es imposible porque, para hacerlo, no tendría más remedio que salir de la cocina.
Y como tampoco ve ninguna ventaja en transcender, va quemando sus pensamientos como cigarrillos, con la seguridad de que serán sustituidos por otros igual de provechosos. Existe una selección natural en las cavilaciones, semejante del todo al proceso de evolución de las especies, en virtud del cual algunas ideas mueren y otras anidan, permanecen en los bolsillos de la memoria y reaparecen una y otra vez transcurrido algún tiempo. Esos sedimentos tan masticados componen el atisbo (o el embrión) de la construcción de sus creaciones, que acaban por ser tan sólidas como estériles, tan inútiles como fragantes flores inéditas.
O puede que no sea así. Cabe la opción no del todo imposible de que el Hombre sea una especie de fábrica de introspecciones que después exporta para uso y disfrute del otro, de ese desconocido que vuelca apuntes contables durante ocho horas al día. Anochece.
Fuera, en algún lugar remoto de la casa, alguien teclea alegremente en un ordenador.
Aclaremos que recorrer la cocina (o comer, o dormir o lavarse) es la única actividad del Hombre, junto a la de mirar alrededor y meditar. Aquí la objeción se hace evidente ¿No trabaja, no sale a comprar, no tiene trato con otras personas? La respuesta es sencilla: Quien realiza esas actividades es otro. Otro Hombre. Tenemos, pues, dos hombres: Uno camina y piensa y el otro se corta el pelo, realiza apuntes contables ocho horas al día y compra a diario algunos comestibles en la tienda de los chinos de la esquina. A nuestros efectos sólo existe uno de ellos, el otro poco importa, ¿Qué interés podría tener un ciudadano, digamos normal?
El Hombre (el nuestro, el primero, el que recorre la cocina) desprecia la existencia del otro pero lo tolera por su innegable utilidad. Y viceversa; es más que probable que ocurra lo mismo al contrario, pero eso no lo podemos saber, ya queda explicado que queda fuera del ámbito de nuestro análisis. Es más, pudiera existir un tercer hombre que pertenece a algún club, que tiene mujer e incluso hijos... Si es así, los dos primeros desconocen ese extremo. Hasta se podría considerar la posibilidad de un cuarto y hasta un quinto hombre. ¿Quién puede saberlo?. Acaso el hecho de vivir conlleve precisamente la ignorancia (o la negación) de la existencia de otros que también somos nosotros. Vamos pues a partir de la base (es una convención como otra cualquiera) de que nuestro Hombre, salvo para dormir o realizar funciones esenciales, está siempre sólo y vive prácticamente todo el tiempo en la cocina, recorriéndola a conciencia sin que eso le haga más preso ni más libre que un explorador del Ártico, pues tantas incógnitas albergan los espacios y las almas respecto a lo lejano como lo hacen en relación a lo más próximo. Él también se pregunta a menudo cual es el motivo por el que apenas abandona ese entorno. (Tan sólo a veces, en su profunda abstracción desemboca en la penumbra de un pasillo e incluso llega a entrar en un salón de decoración algo abigarrada, mas en cuanto percibe su propio atrevimiento regresa a la tranquilidad de su hábitat y a la satisfactoria luz de los tubos fluorescentes que dan lustre a unos blanquísimos azulejos). La respuesta no es simple. Es posible que sea por miedo, un temor indeterminado a encontrarse con el otro, el que tiene una vida social y dialoga de vez en cuando con el conserje. O quizá el motivo sea distinto, algo más profundo. Acaso su devenir en ciclos de dieciséis monótonos pasos tenga precisamente como fin último descubrir esa causa. Mientras tanto dedica su pensamiento a tantos afanes que el día se hace corto. A lo mejor debiera escribir sus numerosas conclusiones, documentar sus ideas para librarlas del olvido, pero eso le es imposible porque, para hacerlo, no tendría más remedio que salir de la cocina.
Y como tampoco ve ninguna ventaja en transcender, va quemando sus pensamientos como cigarrillos, con la seguridad de que serán sustituidos por otros igual de provechosos. Existe una selección natural en las cavilaciones, semejante del todo al proceso de evolución de las especies, en virtud del cual algunas ideas mueren y otras anidan, permanecen en los bolsillos de la memoria y reaparecen una y otra vez transcurrido algún tiempo. Esos sedimentos tan masticados componen el atisbo (o el embrión) de la construcción de sus creaciones, que acaban por ser tan sólidas como estériles, tan inútiles como fragantes flores inéditas.
O puede que no sea así. Cabe la opción no del todo imposible de que el Hombre sea una especie de fábrica de introspecciones que después exporta para uso y disfrute del otro, de ese desconocido que vuelca apuntes contables durante ocho horas al día. Anochece.
Fuera, en algún lugar remoto de la casa, alguien teclea alegremente en un ordenador.
Enhorabuena, Qwerty. Ya eres propietario (como en las carreras que hacían los colonos de Oklahoma, para clavar su bandera en la parcela de sus sueños). Tendrás mucho éxito, te lo digo yo.
ResponderEliminarUn abrazo
Ocelote
Mira que saliste favorecido en la foto (¿te conservas en vinagre?), parece más joven que yo, no es justo :-(
ResponderEliminarEl texto, muy bueno; el final, mejor.
nothing.
¿No tienes la opción de comentaristas de bloguer?
Te agradezco que compartas esto conmigo. Es un honor. Muy bueno el escrito, sigue asi.
ResponderEliminarBesos,
C.
Muchas gracias a los tres y bienvenidos. No hace falta decir que estáis en vuestra casa e invitados a recorrer conmigo la cocina cogidos del brazo, como hacen los viejos amigos.
ResponderEliminar¿Sólo la cocina?, ya puestos que sea tb la nevera :-)
ResponderEliminarBueno, pues ya estoy en tu cocina. Aún no abrí la nevera, pero es que estoy buscando las servilletas y tal.
ResponderEliminarLuego a la tarde te leo toito to.
Te añadíi a mi blog para tenerte a mano, jejej.
Un abrazo.
Acomódate Sinu, que esto no ha hecho más que empezar...
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