Cuando empecé a pasear con Mister Dot pensé que era la suya una curiosa forma de caminar, un poco “a la española”, con paradas frecuentes y repentinas, gestos elocuentes y constantes agarrones del brazo. Algún tiempo después vislumbré que todo ello respondía a un sistema, pero sólo más tarde descubrí los códigos inmutables que regían su charla y su conducta, o mejor dicho, que aunaban discurso y comportamiento dotando a ambos de un sorprendente sentido global. Era así que las exclamaciones las expresaba con los hombros levantados, una pausa leve en sus pasos enmarcaba una digresión, una larga daba lugar a otra idea o sentido y, cuando cambiaba de tema, cruzábamos la calle callados, como si recorriéramos un doble interlineado de asfalto. Después, tras dos largos pasos silentes de elegante sangría inglesa, retomaba la palabra y comenzábamos otro párrafo.
No cabía duda de que Míster Dot puntuaba la conversación.
Y eran paseos románticos y gramaticales, rondas sintácticas y pautadas por calles que eran ríos y, además, líneas de texto, como si escribiera con su tránsito la novela de su vida enamorada o como si eludiera la obligación de escribir a través de una literatura oralmente escrita -o escritamente oral-, que era, pues, efímera y, por tanto, más bella o más libre, abriendo luces de significado e inaugurando metáforas a cada tres o cuatro portales o comercios, como tubos fluorescentes que se fueran encendiendo a nuestro paso. Coma, punto. Punto y coma; pararse y avanzar. Y, como cada signo de puntuación tenía su gesto o su pausa (siempre el mismo, sin equivocarse jamás, con una exacta y hermosa precisión), para escuchar su obra en toda su extensión, para apreciar los distintos matices, se hacía necesario mirarlo.
Fue así como, leyendo nuestras charlas, me enteré de su historia de amor triste y grande como pocas (o como todas –insistía él- abriendo y cerrando un paréntesis mediante dos tenues golpes en mi hombro con el dorso de la mano).
Se trataba de Elsa, de la que nunca supe si existía de verdad o si era la excusa de Dot para llenar las manzanas y los barrios en blanco que aguardaban nuestro caminar errático. Ella estaba casada y vivía lejos, pero le enviaba unas cartas arrebatadas que contenían los más inspirados versos de amor jamás escritos; cartas que, caso de conocerse, harían empequeñecer al mismísimo Petrarca… si no fuera porque Elsa, la bella y sensible Elsa, no puntuaba nunca sus escritos. En años de relación epistolar nunca había usado un punto, una coma o una mísera tilde. Ese extremo, lejos de molestar a Dot, representaba para él una muestra más de la genialidad de ella. ¿Por qué habría de molestarme? (el signo de interrogación era uno de mis favoritos y consistía en un gracioso arabesco en el aire dibujado con la contera del bastón). Las aprendo de memoria y luego las recito recorriendo el pasillo.
Nunca se ha visto mayor ejemplo de la colaboración del lector, de su parte alícuota de creatividad, de su contribución a lo escrito por otros.
Unos días más tarde (o unas páginas, o unas calles, es lo mismo), Míster Dot me habló de sus dotes de vidente, dando un interesante giro a su historia lo que, en consecuencia, nos supuso dar también un giro a una glorieta donde prosperaban los lirios en anuncio de la primavera. La noticia (el capítulo) no me pilló de sorpresa, pues andaba yo desde tiempo atrás cavilando acerca del motivo por el que Dot y yo nos encontrábamos casi cada día y en distintos lugares sin citas ni premeditación, sólo porque sí, con una naturalidad indebida y algo falsa a la que yo no había podido –o querido- dar explicación, pendiente como estaba de volver a verlo y retomar así el hilo de su narración andante. En tan sólo medio distrito Dot justificó el prodigio: Cada día veía un fragmento del siguiente.
Pero el motivo de su confesión no era el alarde ni la explicación contextual de nuestros encuentros sino, más bien, la necesidad de justificar anticipadamente un acto propio, provisto de la inevitabilidad que sólo tiene el destino. Hasta que unas calles más tarde (o unos días o unas páginas, qué importa), el escritor oral más grande y desconocido de todos los tiempos me anunció solemnemente la ruptura de su amor imposible.
-¿Pero por qué? ¿Por qué ahora? -me atreví a preguntar.
Mister Dot hizo un punto y aparte limpio, eterno y suspendido. Un punto que era la antesala del desenlace definitivo de su texto hablado:
-Porque me he visto mañana llorando mientras rompía sus cartas.
Allí mismo se paró y yo me despedí. Jamás he vuelto a verlo.
BRAVO ! Superior! Una historia que merece convertirse en guión, personajes de carne y muchos capítulos donde Mr Dot sería el perfecto narrador de historias. GRACIAS.
ResponderEliminarQué bueno! Emocionante y bonito. Besos
ResponderEliminar"Porque me he visto mañana llorando mientras rompía sus cartas".
ResponderEliminarPrecioso Qwerty !"·/():;.¿?
W
Siempre que te leo me digo lo mismo:
ResponderEliminar"este hombre -tú-, por fuerza ha de ser un gran observador del ser humano, porque a ver si no, ¿cómo puede llegar a ver, y plasmar, de este modo lo que esconden los gestos de sus personajes?"
Creo que esta vez te has superado a ti mismo. Que ya es decir...
Me encanta leerte. Por placer y para aprender. Aunque esto último me va a ser muy difícil sin tus ojos.
Me alegro de no perderte ahora que se muere el foro.
Un abrazo.
Esta entrada lo tiene todo. No sólo es de una originalidad sorprendente la analogía creada (puede que en realidad vista, intuida, reconocida) entre el ritmo que a un texto le da la puntuación, con el de un paseo tranquilo y sin prisas por la ciudad, que esto ya es mucho. Es que además, está escrito con un gusto y una elegancias envidiables. Me gusta hasta el dibujo, joer.
ResponderEliminarUn abrazo
Ocelote
Siento responder tan tarde. Muchas gracias a todos, aunque sé que lo que debo hacer es escribir algo y dejarme de abrazos. Voy a ello.
ResponderEliminar(Esperad un minuto sólo)
Ya van dos. Minutos, digo
ResponderEliminar:)
Je.
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