(Publicado en el "Café de Artistas" en febrero de 2007)I La cita era de nueve a diez de la mañana de algún día comprendido entre el dos y el dieciséis de abril. Yo debía acudir, sólo por supuesto, a un determinado café de la calle F** llevando conmigo el sobre y esperar. Un día, cualquier día dentro de ese período,
alguien (estremecía esa indefinición, todo esto era, en realidad, algo estremecedor, como de película, o a lo mejor las películas reflejan un proceder habitual, no hay forma de saberlo), alguien, digo, entonces, se sentaría a mi mesa y sin grandes ceremonias (eso dijo aquel tipo al teléfono: “sin grandes ceremonias”, mira, se me quedó grabado ese detalle) tomaría el sobre con los documentos y dejaría limpiamente en la mesa el otro, algo más pequeño, con el dinero. Eso era todo.
II Eso era todo… No es que tuviera problemas morales, no. De verdad. Ni me lo había planteado. Era como un juego, como si fuera otro temporalmente.
Luego ya está, vuelves a tu vida normal, nadie lo sabrá jamás. Eso piensas, sí. Y después: no hago más mal ni daño que otros, es sólo intercambiar un sobre, míralo de ese modo, es sólo eso. Como un juego. Y vuelta a empezar.
III Empezar fue, acaso, lo más difícil. Te digo esto porque el día dos –puntualísimo, recién afeitado, no me preguntes por qué– aterricé en la mesa junto a la cristalera con un deje de naturalidad que sólo yo sabía fingida. Café solo, doble por favor. Por algún motivo, la palma de mi mano abierta estuvo la hora entera reposando encima del sobre de papel marrón. Al retirarla, a las diez, se había quedado casi pegada por el sudor. Curiosamente, fue alivio lo que sentí al salir, después de pagar la cuenta.
IV La cuenta de los días que siguieron se enturbia en mi desmemoria. Sí recuerdo, en cambio, que al principio sólo miraba hacia la puerta creyendo atisbar en cada persona que entraba un gesto delator, no sé, un signo, algo que indicara que el momento había llegado. Pronto aprendí que un número nada despreciable de personas hace, al entrar en un bar, un gesto circular con la mirada, que yo interpretaba entonces como de búsqueda y que ahora sé que es gesto animal o cautela primitiva, un somero análisis del escenario al que nos incorporamos.
A los pocos días, dejé de vigilar la entrada y mi interés comenzó a dirigirse a los clientes.
V ¿Los clientes? Bueno, lo normal; grupos de madres bulliciosas que se reúnen tras dejar a los niños en el colegio, algún obrero de sol y sombra, desocupados, ejecutivos… Lo de siempre. Los que más me llamaban la atención eran los habituales. Por eso enseguida me fijé en aquel señor mayor del periódico, porque siempre estaba allí cuando llegaba y siempre lo dejaba al irme, porque me hipnotizaban sus rutinas y su capacidad de abstraerse de todo cuanto le rodeaba, hasta el punto de dejar caer con frecuencia la ceniza del cigarrillo sobre las páginas, que limpiaba después barriéndolas con el canto de la mano abierta.
VI Abiertamente. Así acabé mirándole, sólo porque él no me miraba. A él como a otros de los habituales, entiéndeme, no es que hubiera preferencias, no. Pero claro, ¿quién puede sustraerse al placer de observar, impunemente, a quien no repara en tu presencia? ¿Cómo no iba a fijarme en su labio inferior -grueso, repugnante y húmedo- vibrar según iba recorriendo ávidamente las noticias leyendo en silencio? Y vuelta a caer la ceniza. Resultaba un tipo asqueroso, sabes a lo que me refiero, un viejo en el que intuyes egoísmo, aunque no te haya hecho nada. Comencé a odiarlo, injustamente, enseguida.
VII Enseguida te das cuenta que formas parte de un mecanismo: Llegas, esperas y te vas; llegas, esperas y te vas… Un café solo, doble por favor. La mano ya no custodia el sobre que cae indolente cada mañana sobre la mesa de mármol, con un chasquido que suena a desquite. Espías al viejo devora-periódicos con un descaro creciente. Risas femeninas in crescendo apagan momentáneamente el ruido de tazas y cucharillas al chocar, el molino del café, el runrún de conversaciones desmayadas… Solo, doble, por favor. Llegas, esperas, te vas…
VIII Te vas a reír. El día definitivo, el gran día, me pilló de sorpresa. El cumplimiento a destiempo de una larga espera siempre tiene un cierto matiz de desconcierto. Aquel tipo –bien lo sabes- ni era ni dejaba de ser lo que yo esperaba. Era, al fin, sólo eso: un tipo. Se sentó pausadamente frente a mí y puedo jurarte que, al sentarse, suspiró. Sí, como lo oyes, suspiró. Como con hastío, ¿comprendes? Bueno, quizá lo oíste, el suspiro, digo, porque al instante tú estabas allí, plantado ante la mesa, no sé como fuiste tan rápido, a tu edad. Tenías el periódico en una mano y la placa en la otra, mientras con el labio grueso, repugnante y húmedo, decías tan sólo una palabra, con una voz que era inédita, grave, inapelable:
-Policía.