jueves, 22 de julio de 2010

La llave


"Confusión es una palabra inventada para indicar un orden que no se comprende"
(Henry Miller)


La llave apareció dos meses después de la muerte de Andrés, cuando Elisa decidió sabiamente desprenderse de todas sus cosas de forma radical, sin concesiones a sentimientos que entorpecieran la conquista de una realidad que ya comenzaba a quedarse atrás. Primero fue la ropa, esas camisas que ella siempre revisaba en busca de un hipotético carmín que nunca apareció. Luego le llegó el turno a los libros, a los papeles y a ese cúmulo de objetos huérfanos que siempre deja un muerto tras de sí. Todo lo que él tuvo y todo lo que él fue, se marchó para siempre por el desagüe de unas bolsas de basura que eran negras de puro fúnebres, como si el marido ausente celebrara un segundo entierro o como un sortilegio tendente a cerrar los capítulos, las puertas y los desvelos de la memoria.
Pero el descubrimiento abrió un paréntesis al olvido y un cajón del escritorio tuvo la culpa. En el fondo, muy atrás, cubierta por recibos antiguos, encontró la llave. Era pequeña, como de una caja o quizá de un candado, un sencillo objeto metálico y de apariencia inofensiva que, sin embargo, llenaría los siguientes días de Elisa como una herencia antipática e indeseada.
Una llave escondida es siempre la promesa de una cerradura remota que existe en alguna parte y, tras ella, siempre habita un secreto, el ocultamiento que Elisa siempre intuyó en la aparente serenidad de Andrés, en su impostado despiste eterno, en sus contradicciones y en sus verdades a medias. Durante semanas no paró de buscar. Contempló cualquier posibilidad, preguntó a todos cuantos le conocieron, indagó en el banco, escudriñó su ordenador, revisó las facturas…Nada. Hay quien tiene preguntas y le falta la clave para desentrañar la respuesta, pero es aún mucho peor poseer la solución y carecer a cambio de la incógnita. Por las noches, Elisa soñaba que probaba la llave en toda la ciudad, en el país, en el mundo entero; en todas las cerraduras fabricadas por el ser humano por todos los tiempos. Cuando su madre le recomendó que olvidara su obsesión ella tuvo clara la respuesta. Al final lo atrapé. Me costó, pero lo hice. Algo le pasaba a Andrés y ahora necesito saber que tanta cábala tenía una explicación.
El detective al que acudió la atendió con interés, pero le hizo una advertencia: Mire señora, si ya es difícil rastrear a un vivo, más lo es hacerlo con un difunto. Y más inútil. Déjelo estar, hágame caso.
Ni hablar, replicó Elisa. Al menos un muerto se está quieto. Si ya me es difícil asumir el presente y planear un futuro, más lo es inventarme un pasado que no fue. Usted explíqueme ese pasado, que lo demás corre de mi cuenta.

Pasaron los días y Elisa dejó de soñar, pero no de revisar el buzón a la espera de una solución para su angustia. Pero una tarde, plantada como cada día ante los cajetines verdes, tuvo una revelación mientras rebuscaba en su bolso enorme: De pronto recordó lo que le irritaba que Andrés nunca se ocupara de revisar el correo.
Entonces sacó la llave, la probó y abrió limpiamente la pequeña puerta metálica. De vuelta a casa, leyó con atención el escueto informe que encontró dentro. Con un estilo frío, casi administrativo, el detective reseñaba una vida gris e intachable: la aburrida historia de un muerto sin interés.

Esa noche, Elisa lloró y lloró, pero no supo el porqué. Mañana será otro día, se dijo.

Así que, al día siguiente, se consoló pensando que a veces el llanto no tiene motivo y que, de seguro, la culpa era del imbécil de Andrés y de sus enredos, que hasta muerto era capaz de alterarla de aquel modo.
Ahora Elisa es feliz. Siempre luchó por ser positiva. Si miras atrás, te conviertes en una estatua de sal. La llave vuelve a dormir olvidada en un cajón y, además, en estos días, le ha echado el ojo a un compañero de trabajo, cuya cara de buena persona no es capaz de ocultar al canalla que lleva dentro.

sábado, 3 de julio de 2010

Entre las nueve y las diez


(Publicado en el "Café de Artistas" en febrero de 2007)

I
La cita era de nueve a diez de la mañana de algún día comprendido entre el dos y el dieciséis de abril. Yo debía acudir, sólo por supuesto, a un determinado café de la calle F** llevando conmigo el sobre y esperar. Un día, cualquier día dentro de ese período, alguien (estremecía esa indefinición, todo esto era, en realidad, algo estremecedor, como de película, o a lo mejor las películas reflejan un proceder habitual, no hay forma de saberlo), alguien, digo, entonces, se sentaría a mi mesa y sin grandes ceremonias (eso dijo aquel tipo al teléfono: “sin grandes ceremonias”, mira, se me quedó grabado ese detalle) tomaría el sobre con los documentos y dejaría limpiamente en la mesa el otro, algo más pequeño, con el dinero. Eso era todo.

II
Eso era todo… No es que tuviera problemas morales, no. De verdad. Ni me lo había planteado. Era como un juego, como si fuera otro temporalmente.
Luego ya está, vuelves a tu vida normal, nadie lo sabrá jamás. Eso piensas, sí. Y después: no hago más mal ni daño que otros, es sólo intercambiar un sobre, míralo de ese modo, es sólo eso. Como un juego. Y vuelta a empezar.

III
Empezar fue, acaso, lo más difícil. Te digo esto porque el día dos –puntualísimo, recién afeitado, no me preguntes por qué– aterricé en la mesa junto a la cristalera con un deje de naturalidad que sólo yo sabía fingida. Café solo, doble por favor. Por algún motivo, la palma de mi mano abierta estuvo la hora entera reposando encima del sobre de papel marrón. Al retirarla, a las diez, se había quedado casi pegada por el sudor. Curiosamente, fue alivio lo que sentí al salir, después de pagar la cuenta.

IV
La cuenta de los días que siguieron se enturbia en mi desmemoria. Sí recuerdo, en cambio, que al principio sólo miraba hacia la puerta creyendo atisbar en cada persona que entraba un gesto delator, no sé, un signo, algo que indicara que el momento había llegado. Pronto aprendí que un número nada despreciable de personas hace, al entrar en un bar, un gesto circular con la mirada, que yo interpretaba entonces como de búsqueda y que ahora sé que es gesto animal o cautela primitiva, un somero análisis del escenario al que nos incorporamos.
A los pocos días, dejé de vigilar la entrada y mi interés comenzó a dirigirse a los clientes.

V
¿Los clientes? Bueno, lo normal; grupos de madres bulliciosas que se reúnen tras dejar a los niños en el colegio, algún obrero de sol y sombra, desocupados, ejecutivos… Lo de siempre. Los que más me llamaban la atención eran los habituales. Por eso enseguida me fijé en aquel señor mayor del periódico, porque siempre estaba allí cuando llegaba y siempre lo dejaba al irme, porque me hipnotizaban sus rutinas y su capacidad de abstraerse de todo cuanto le rodeaba, hasta el punto de dejar caer con frecuencia la ceniza del cigarrillo sobre las páginas, que limpiaba después barriéndolas con el canto de la mano abierta.

VI
Abiertamente. Así acabé mirándole, sólo porque él no me miraba. A él como a otros de los habituales, entiéndeme, no es que hubiera preferencias, no. Pero claro, ¿quién puede sustraerse al placer de observar, impunemente, a quien no repara en tu presencia? ¿Cómo no iba a fijarme en su labio inferior -grueso, repugnante y húmedo- vibrar según iba recorriendo ávidamente las noticias leyendo en silencio? Y vuelta a caer la ceniza. Resultaba un tipo asqueroso, sabes a lo que me refiero, un viejo en el que intuyes egoísmo, aunque no te haya hecho nada. Comencé a odiarlo, injustamente, enseguida.

VII
Enseguida te das cuenta que formas parte de un mecanismo: Llegas, esperas y te vas; llegas, esperas y te vas… Un café solo, doble por favor. La mano ya no custodia el sobre que cae indolente cada mañana sobre la mesa de mármol, con un chasquido que suena a desquite. Espías al viejo devora-periódicos con un descaro creciente. Risas femeninas in crescendo apagan momentáneamente el ruido de tazas y cucharillas al chocar, el molino del café, el runrún de conversaciones desmayadas… Solo, doble, por favor. Llegas, esperas, te vas…

VIII
Te vas a reír. El día definitivo, el gran día, me pilló de sorpresa. El cumplimiento a destiempo de una larga espera siempre tiene un cierto matiz de desconcierto. Aquel tipo –bien lo sabes- ni era ni dejaba de ser lo que yo esperaba. Era, al fin, sólo eso: un tipo. Se sentó pausadamente frente a mí y puedo jurarte que, al sentarse, suspiró. Sí, como lo oyes, suspiró. Como con hastío, ¿comprendes? Bueno, quizá lo oíste, el suspiro, digo, porque al instante tú estabas allí, plantado ante la mesa, no sé como fuiste tan rápido, a tu edad. Tenías el periódico en una mano y la placa en la otra, mientras con el labio grueso, repugnante y húmedo, decías tan sólo una palabra, con una voz que era inédita, grave, inapelable:
-Policía.