domingo, 16 de octubre de 2011

Noches en la Península de Atahueke


(Publicado en el Café de Artistas)

Editado: Mi Amigo Jose me comentó el otro día que a este relato le iba bien esta música. Como no puedo estar más de acuerdo, la incluyo ahora. Y porque, si saber que le leen a uno es una sensación indescriptible, el saber que, además, alguien escucha una música y le recuerda a algo escrito por tí, eso ya es verdaderamente maravilloso.



Cuando acepté ese empleo en el Fondo de Ayudas Agrarias no pude ni imaginar cómo iba a afectar esa decisión a todo cuanto me ocurrió después. Mi tarea consistía en visitar viejos predios mal explotados, analizar la rentabilidad de los cultivos y hacer una serie de recomendaciones, que luego se traducían en una subvención estatal. Hasta ahí todo bien, el trabajo perfecto para un ingeniero recién divorciado, sin prisas ni ataduras, amante del campo y con una hija a quien su madre había decidido que él no viera en algún tiempo, para no crear esos traumas innecesarios que siempre se derivan de una separación dolorosa. En tan sólo un año recorrí miles de kilómetros y mi eficacia superó a la holgazanería promedio de mis colegas tanto que llegué a pensar que toda la productividad agrícola del Sur de los Estados Unidos descansaba sobre mis hombros como una losa amable y aceptada.

Un mes de junio aterricé en las baldías tierras de algodón de Cyrus Hale. La idea era echar un vistazo y escabullirme al día siguiente, momento en el que comenzaban mis vacaciones, pero el viejo me desaconsejó el único hotel del pueblo (hasta una rata vomitaría allí adentro, me dijo) y me ofreció una habitación para el tiempo que necesitara en su propia casa, una robusta construcción de madera y piedra que bien podría tener más de doscientos años. Al deshacer el equipaje sobre la inmensa cama desvencijada, sentí una especie de euforia difícil de explicar. Los olores, el aspecto apacible del hogar que nunca tuve, algo, no sabría definir el qué, me hizo sentir pleno y alegre. Y aunque, en ese momento, no tuviera ni la más ligera idea de que mi estancia allí iba a prolongarse tanto, esa misma noche decidí quedarme por más tiempo del previsto.

Durante los días que siguieron descubrí dos cosas: una, que es imposible aprender en mil años de Universidad todo lo que puede enseñarte en poco tiempo sobre tierras y cultivos un taimado y vetusto granjero del Sur. Otra, la segunda, que nuestro proyecto estaba abocado al fracaso mientras que gente inteligente como Cyrus descubriera que era mejor quedarse de brazos cruzados y cobrar las subvenciones que partirse el espinazo para cosechar unos cuantos miles de dólares de algodón, pagado en las cooperativas por debajo de su precio real. Pero, por encima de todo ello (y aunque pueda parecer mentira desde una perspectiva digamos convencional), esos días aprendí otras cosas de aún más valor, como escupir por el colmillo, hacer lazadas imposibles o acertar de una pedrada a una lata desde treinta pies de distancia. Eso sin contar con el prodigioso descubrimiento de que alguien pueda vivir en el siglo veintiuno confundiendo a Bush padre con su hijo sin que ello altere en un ápice el devenir de las estaciones, ni el de las noches y los días. Dicho de otro modo, en ese tiempo comprendí que la conceptualización entre lo necesario y lo superfluo había estado toda mi vida intercambiada, como una suerte de desajuste que, ahora, con el sol del atardecer templando el aire sobre el vuelo alocado de pinzones y ruiseñores, se recolocaba en mi mente adquiriendo de repente todo su sentido.

Mientras me entretenía en esa y otras filosofías, fatigué las sendas comarcales conversando con Cyrus. Yo le ofrecí mi corta experiencia técnica, que masticaba despacio como un buen aprendiz. Él me dio más, siempre daba más. Me habló de muchas cosas: de campos roturados, del gorgojo y de flores de algodón, de íntimos descubrimientos sobre la vida, de su novia Maggie y de lo importante que fueron para ellos lo que él denominó “los manejos del pajar”.

Resulta que un día, un glorioso día, hacía de ello mucho tiempo, ambos, Maggie y él, decidieron no esperar y se ofrecieron mutuamente, utilizando unos momentos de sus vidas para quererse. No emplearon muchas energías en arrepentirse de ello, sobre todo Cyrus cuando, sólo veinticuatro horas después, tuvo que asistir a un entierro del todo injusto porque ella, de vuelta a casa, había tenido la desgracia de cruzar su nuevo Ford con un árbol desprendido por el temporal. Sesenta años después -me confesó- había olvidado el recuerdo real de aquel encuentro, porque uno sólo tiene cabeza para recuperar la última vez que rememoró unos ojos, o una caricia y cada día, eso se acumula en la memoria y se falsea sin querer. Esa repetición distorsiona tanto la verdad, que lo único cierto era cuando, cada noche, volvía a sentirla a su lado y lo que era seguro, lo que de verdad le quedaba de aquel día impreso en el cerebro como una maldita fotografía, me dijo, era su mano (blanca, blanquísima) agitarse diciendo adiós desde la ventanilla de aquel automóvil verde y, por entonces, tan moderno.

Luego estaba Sam, su antiguo aparcero y compañero de fatigas, como una compañía omnipresente. Mantenían una amistad tan antigua que era más que probable que hasta ellos hubieran olvidado su origen aunque, seguramente, databa de los tiempos en que recorrían los campos descalzos y llenos de mocos. Pensé que su relación, como un círculo perfecto, empezó cuando ninguno de los dos sabía hablar y que después de años de contárselo todo, ahora pasaban la mayor parte del tiempo excluyendo otra vez el diálogo y entendiéndose de nuevo tan sólo mediante risas y miradas. Quizá por eso recibieron mi visita como una oportunidad de volver a comunicarse, una extraña situación en la que yo parecía ser sólo un pretexto, el espectador propicio para alargar las veladas del incipiente verano, después de la cena, mientras charlábamos de vaguedades en el porche.

Una de esas noches, Cyrus confesó que desde hacía treinta años, no había rebasado un círculo de unas dos millas a la redonda y tan sólo para pasear, acudir a la tienda de comestibles de Randy o ir a la iglesia. Pero no lo dijo con pena o arrepentimiento. Era una simple declaración, la constatación de un hecho que no parecía producirle ninguna sensación en especial. En un momento de la conversación, le sugerí que quizá un buen día debiera salir de la granja y visitar por fin la ciudad. Él tan solo esbozó una sonrisa, pero Sam, que se mecía a nuestro lado en una silla de enea, me miró con ojos chispeantes y estalló en una carcajada. La risa de Sam –pude escucharla muchas veces- empezaba como un susurro, como el pinchazo de un neumático viejo pitando a través de sus pocos dientes y explotaba después en la perfecta imitación de un motor de tractor a punto de arrancar para, por último, agotarse con lo que parecía una especie de ataque de asma.
-¿Salir de la granja? -Pudo articular al fin- ¿Cyrus? Pero si apenas pasa tiempo en ella.
Era como el séptimo día que estaba con ellos. Una semana entera, tal vez más. Como de costumbre, me fui a dormir desconcertado, dejando a los dos ancianos riendo, bebiendo Bourbon directamente de la botella y dándose codazos cómplices mientras los grillos cumplían su parte del trato, como la banda sonora más adecuada de la noche cálida en un remoto rincón del Estado de Tennessee.

Al día siguiente, el desayuno volvía una vez más a estar listo sobre la mesa de la cocina, nunca llegué a entender cuándo dormían esos condenados viejos. Pero esta vez todo parecía especial, como una celebración o una confidencia que no admitiera más demora. Algo se cocía esa mañana y no era sólo que las tostadas y los huevos hubieran dejado paso a un inesperado meat and three humeante, ni la torpe flor que descansaba en mi plato, como un animal muerto. Cyrus y Sam se miraban y me miraban a mí, con una cierta indecisión.

Y fue entonces cuando, interrumpiéndose mutuamente, ambos me contaron su secreto y me llevaron por primera vez de viaje hasta la lejana península de Atahueke.
Al principio la narración era tan confusa, que tardé un rato en captar qué demonios era Atahueke y, luego, dónde se encontraba tal lugar. La cosa se fue aclarando paulatinamente y me quedé con la boca abierta, escuchando, mientras el desayuno se enfriaba sin remedio.
Fue Cyrus quien que inventó inicialmente la Península en una noche de insomnio. Todo el mundo crea historias y deseos, sobre todo en los instantes tranquilos que preceden al sueño. Hay quienes protagonizan hazañas heroicas, los que viven amores románticos o imposibles, y los que, más sencillamente, le cantan las cuarenta a alguien con una cadencia perfecta que no admite réplica. El aporte de Cyrus fue crear un mismo lugar que fuera el escenario donde todo aquello sucedía. Le llamó Atahueke porque le encantaban las reminiscencias relacionadas con los indios americanos. Y lo que es más sorprendente, decidió que fuera una península –Sam opinaba que hubiera sido mejor una isla- para tener una mayor comodidad en los aprovisionamientos. El alcance de este nimio detalle merece una explicación. Cyrus era riguroso en dotar a sus invenciones de una cierta verosimilitud, por supuesto arbitraria, que para eso uno es dueño de sus propios ensueños. Eso significaba que unas cosas valían y otras no. Su criterio era claro al respecto aunque inexplicable y luego pensé que aquello era una decisión cabal, que existe una lógica interna que rige incluso la fantasía: Imaginación sí, ma no troppo, aunque sea uno mismo quien decida dónde se encuentra la frontera del demasiado. Allí, en la Península de Atahueke, fue donde Cyrus y Sam pescaron insólitas truchas, obtuvieron beneficios estratosféricos con imposibles cosechas de algodón gigante, vapulearon a Mohammed Alí, cantaron a coro con Elvis y vieron caer a sus pies a una rendida -y sorprendentemente rejuvenecida- Mae West. Cada rincón y cada lugar estaba resuelto con una precisión de geógrafo, cada historia era completa, cada suceso tenía su nudo, su desenlace y su explicación. Habían construido un mundo y lo habían hecho a conciencia, como artesanos mentales y minuciosos.

Cuando terminaron su atropellado relato era casi mediodía. Se hizo un silencio denso en el que ellos parecían buscar con avidez mi veredicto. Empapado de comportamiento sureño, hice una pausa teatral girando entre mis dedos el tallo de la flor marchita.

Impresionante, les dije al fin.

Sam escenificó su complicada risa y Cyrus Hale me miró a los ojos con la fijeza de los afectos recién encontrados. Aquella misma tarde conseguimos arrancar la vieja furgoneta que languidecía en el patio trasero y nos dimos una vuelta por la ciudad, de la que regresamos milagrosamente y de noche cerrada, borrachos como cubas y cantando a pleno pulmón, como si, en esa jornada, Atahueke hubiera aterrizado sobre el mismísimo centro de Memphis.

Unos días después acabaron mis vacaciones y abandoné la granja con una de esas despedidas simples y algo frías que nos sirven siempre como una impostura para ocultar los sentimientos y no dañar en exceso a la otra parte.

Y mientras descendía despacio por la extensa ladera que conduce a la carretera comarcal ya sólo pude escuchar el bullicioso silencio de los seres que no existen. Aquella misma noche y desde mi cama, iluminado y libre, empecé a esbozar el torpe prediseño de los bosques y las playas del lugar donde ahora habito. Por allí corre y juega mi hija Rachel y, cada domingo, vuelvo a comer con mis padres. Tengo grandes proyectos para realizar los muchos sueños que fueron alguna vez atropellados por la terca realidad. Mientras, durante el día, la vida sigue fluyendo con todos sus afanes, sus alegrías y sus prisas.

También he reservado un pequeño espacio al otro extremo de Atahueke donde visitar a Sam, Cyrus y Maggie, que beben y ríen cada noche desde sus mecedoras del porche, ante un flamante y llamativo Ford de color verde.