domingo, 31 de octubre de 2010

Dinero y lenguaje


Ayer por la mañana y por causas que no vienen al caso, me dediqué a listar en un papel todas las denominaciones coloquiales que conocía (por emplearlas alguna vez o, al menos, por haberlas oído utilizar) para referirse al dinero. Pronto conseguí esta relación:

Perras, parné, tela, guita, jalleres, pelas, pasta, jurdó, panoja, cuartos, chota, peculio, manteca y viruta.
Animado por el resultado, amplié la búsqueda a verbos que significaran “pagar” (Aflojar, apoquinar, echarse, estirarse, soltar la mosca, aforar) y expresiones para “no tener dinero” (estar sin cinco, seco, sin blanca, a dos velas, no albiyelar y estar tieso).
Después, para ser más específico, anoté las denominaciones para las distintas monedas y billetes y encontré que siempre eran para las pesetas: Así, para una peseta (Rubia, pela, leandra, cuca, cala), para cinco pesetas (duro, guil, pavo, pelote), para veinticinco (Cangrejo, cangri), cien (Libra), y mil (verde, saco, talego, machacante, sábana y boniato).

Cuando entró el Euro, en 2001, pensé en lo poco que tardaría la imaginación popular en inventar nuevos hallazgos verbales para apodar a las flamantes monedas y billetes que al principio tantos quebraderos de cabeza nos causaron. Un vez más fallé en la profecía. Han pasado casi diez años y siguen siendo tan sólo…euros. Puede que sea por la extensión del pago electrónico, porque ya no estamos tanto en la calle o porque estos años de cómodo y soso bienestar han restado importancia a un elemento que no nos era tan escaso como a las generaciones precedentes. El lenguaje, sobre todo el de la calle, que es un termómetro de las sociedades, restó importancia al dinero y rehuyó el ingenio de renombrarlo.

Y ahí va mi tesis: Esta crisis no ha sido causada por las subprime, ni por burbujas, ni por la globalización de mercados ni por complejas teorías macroeconómicas.

El dinero se ha ido, como una amante despechada, porque hemos perdido la imaginación para nombrarlo.

lunes, 11 de octubre de 2010

Memorias de Sebastián Rovira


Mientras conducía por la vieja carretera que atravesaba el paisaje como una herida, Sebastián Rovira recordó con claridad el día en el que decidió que su infancia no había sido feliz.
Siempre acabamos inventando el pasado, a menudo los recuerdos son tan sólo un producto destilado de la imaginación. Acaso su historia no fuera muy distinta a otras y las fiebres, las disputas familiares y el oscuro cuartucho de la Hacienda donde lo relegaban los castigos, no fueran otra cosa que una selección de entre infinitas infancias cuyo balance, positivo o negativo, depende del foco con que elegimos iluminar tanta intemperie cuando ingresamos en la edad adulta.
Quizá por eso, mientras se acercaba a su destino, quiso dar otra oportunidad a su pasado antes de subirlo definitivamente al desván de la memoria y retirar la escalera: Por última vez, y tras más de cuarenta años de ausencia, Sebastián Rovira regresaba a casa.

La decisión de vender la antigua Hacienda fue más fruto del deseo de sacudirse una preocupación añadida que el de una verdadera necesidad económica. Desde hacía una eternidad, languidecía sola inútil y vacía, como el cascarón abandonado por un molusco después de una muda. Salvo el propio Sebastián, todos cuantos la habían ocupado durante décadas se encontraban ahora muertos o en paradero desconocido y el abogado local que remató la subasta, liquidó también con ella los últimos restos de una historia de cosechas, vidas y peonadas al abrigo del olor a campo y a guisos multitudinarios y remotos. A él tan sólo le restaba el trámite –casi un rito- de visitar la propiedad por ver de salvar los restos del pecio antes de que las excavadoras cumplieran con el último exterminio. Ahora, cansado, de vuelta de casi todo y en los umbrales de la vejez, disfrutaba de cada jirón de niebla que resbalaba por las laderas de un paisaje redescubierto mientras que, desde la radio del coche, Liszt llenaba de piano sus nostalgias. Una liebre cruzó sin prisa la calzada frente a él y, como si fuera una señal, comenzó a llover tenuemente. Tras la siguiente curva la casa se hizo visible y, pocos minutos después, aparcó frente al porche.

La visita no fue larga porque, por algún motivo, sintió que cometía una suerte de profanación, como si tanto tiempo transcurrido le hubiera ya desprovisto de ese derecho. La devastadora acción del tiempo, la carcoma y la suciedad le impidieron reconocer del todo los espacios que ahora le parecieron mucho más pequeños que entonces. Pero en un altillo y cubierta de polvo, encontró la maleta y, en su interior, seguía estando el equipaje con el que de niño y después de adolescente, fantaseaba con la idea de escaparse de casa. Le enterneció la arbitraria selección de elementos que fue reconociendo poco a poco. Si diez minutos antes hubiera tenido que inventariar su contenido, no hubiera sido capaz de mencionar ni uno sólo, pero ahora, al verlos, cada uno de ellos iba despejando parte de su memoria como esos sueños que se desvanecen al tratar de recordarlos al amanecer. Un reloj, una medalla, algunas fotos, billetes arrugados que dejaron de tener valor hace tiempo, algo de ropa y un viejo cuaderno escolar con unas pocas páginas escritas.

Sebastián salió entonces al porche con el cuaderno en la mano y una extraña intuición en el alma. Se sentó en el banco de piedra y empezó a leer.
Al principio le pareció una casualidad. Se trataba de una historia que debió de inventar - puede que sobre los catorce años-, cuando soñaba con convertirse en escritor: En ella, un anciano regresa en coche a su casa natal. Por el camino y entre la niebla, recuerda su infancia con una mezcla de nostalgia y desapego. Comienza a llover. Un conejo se cruza en la carretera mientras la música de un piano suena en el coche. Aparca y en la casa encuentra una maleta en cuyo interior aparece un cuaderno misterioso…
De repente, recuerda haber escrito eso, ahora sí se reconoce y puede ver claramente su mano casi infantil escribiendo, hace más de cuarenta años, el relato de lo que acaba de sucederle hace tan sólo una hora. El resto de las páginas permanece en blanco, una más de las voluntariosas iniciativas que nunca llevó a término. Lo tremendo es que no es capaz de acordarse si ese joven que era él, sabía también la continuación de la historia.

A lo peor –piensa Sebastián- esta historia interrumpida significa que ya no hay más y anuncia, pues, mi muerte inmediata. Luego lo piensa mejor y entra en la casa decidido a contravenir el destino. Busca tinta y una pluma y continúa escribiendo pausadamente en el cuaderno el relato detallado del resto de su vida, porque siempre acabamos por inventar el futuro y, con frecuencia, el porvenir no es más que el producto destilado de nuestra propia imaginación.