jueves, 6 de septiembre de 2012

La naturaleza de las cosas

El otro día me dispuse a preparar una cena a deshoras. Nada muy sofisticado, como puede suponerse. Entre otras cosas, saqué un tetrabrik de tomate frito que caducaba en esa misma fecha. Consulté el reloj de la cocina. Las doce menos un minuto.
Con expectación, me dediqué a mirar el envase fijamente hasta que, poco tiempo después, sucedió lo inevitable: Había caducado ante mis propios ojos.

En un preciso instante, un objeto intranscendente había modificado su naturaleza sin ningún cambio aparente, había pasado de alimento a deshecho sin solución de continuidad. Y había efectuado tan relevante tránsito sin ningún signo observable que delatara tal modificación definitiva de su esencia.

Como a todas las personas prácticas, los pensamientos inútiles ejercen sobre mí una fascinación infinita (esto, que es paradójico sólo en apariencia, tiene una explicación del todo lógica, que ofreceré algún día -por si interesa- para no internarme ahora en digresiones sobre la tesis principal).

Entonces fue cuando me acordé del libro.
Era una edición antigua de Las mil y Una Noches, de tapas de cuero y letras doradas y yo tenía que haberlo devuelto a su dueño mucho antes, mas siempre olvidaba mi deuda. Aquel día –hace ya años- dejé el libro en el mueble de la entrada para así acordarme de entregárselo a su propietario a la vuelta del trabajo. Durante la jornada, me llamaron para informarme de su muerte.
Al entrar en casa, vi que el ejemplar seguía en su sitio, algo torcido sobre el aparador, con las esquinas un poco golpeadas, tal y como yo lo había dejado.
Pero ya no era el mismo objeto, porque ahora, a diferencia de por la mañana, se trataba del libro de un muerto.

Este tipo de sucesos ocurre con frecuencia. Ese rectángulo de papel con la apuesta de la Bonoloto que descansa con indolencia en la encimera de la cocina puede transmutarse en un momento concreto para dejar de ser un simple impreso y convertirse en un millón de euros. Así, sin más. Sin alterar su estado, sin abandonar su lugar en el espacio ni modificar en absoluto su composición molecular. Un cabello, mientras permanezca unido al cráneo y en compañía de otros, puede despertar admiración y hasta inspirar a los poetas. Basta con dejarlo solo tendido en un lavabo y ya no es un cabello, es un pelo. Ha pasado de ser elogiable a producir aversión aún siendo el mismo, únicamente por una cuestión de contexto.

Y es que la materia no se crea ni se destruye, únicamente se transforma, eso lo sabe todo el mundo. El corolario es que, a veces, la materia cambia su naturaleza y su esencia sin tampoco transformarse ni un ápice.

Cualquiera de nosotros, mientras está sentado en un sillón, mientras come o toma el metro, puede convertirse en alguien traicionado o amado, en una amistad o en alguien olvidado, en un expedientado por Hacienda o en un tipo importante. Sin percibirlo. Sin cambio aparente. Sin solución de continuidad.

Así que, para no caer en el determinismo, abrí el cartón y rocié las patatas con abundante tomate. Después de cenar, guardé cuidadosamente el resguardo de la Bonoloto en un cajón y me puse a leer cierto libro que ahora, por primera vez, consideré que me pertenecía.

Enseguida, mi naturaleza se transformó en la de señor dormido.