domingo, 13 de enero de 2013

Nadie Nunca

Son curiosos los secretos. Lo que no se cuenta no es, lo que no se comparte no existe, se perderá con el tiempo; pronto se llega a dudar si ocurrió de verdad o si es pasto de los falsos recuerdos, de la incierta memoria, del olvido después.

Enrico Azzi aprendió mucho sobre secretos durante los años 90, tiempo en el que regentó “In bocca al Lupo”, un minúsculo restaurante de un pueblo costero de la Riviera, en una callejuela empedrada que desaguaba la luz mortecina de sus pocas farolas en la iluminada y concurrida Piazza Dante. Adquirió su prestigio con unos fetuccini legendarios y media docena de mesas con manteles a cuadros presididas por un cartel enorme de Sambuca Molinari en el que el dibujo de una pin-up vestida de rojo y con tacones anunciaba el licor con insinuación y todo el aspecto de de ser una fiel consumidora del producto, además de la imagen de marca.

Al terminar el turno de cenas, Enrico invitaba a una copa a los clientes más recalcitrantes y ponía vinilos de Rita Pavone y Celentano en un viejo tocadiscos mientras recogía y hacía la caja. Y así, sin darse cuenta, empezó su relación con los secretos. Una discreción proverbial y un rostro que invitaba a la confidencia le hicieron depositario de muchas historias liberadas por el exceso de Chianti y la soledad. Algunas eran banales, otras tiernas o terribles o curiosas, pero todas solían comenzar con estas palabras: Mira Enrico, esto no se lo he contado a nadie nunca…

Él escuchaba con atención. No hacía preguntas, no daba consejos. Sólo asentía y mostraba su comprensión. No le costaba trabajo porque él, como ellos, como todo el mundo, tenía también su propio secreto, solo que nunca había encontrado a un Enrico a quien contárselo.

Quince años tienen muchas noches. Un buen día, Enrico Azzi tomó una determinación que le pareció cabal. Dejó por un tiempo el negocio en manos de su encargado, se aprovisionó de papel y tinta –nada de ordenadores- y eligió de entre todas, las confidencias que más le habían impresionado.

Escribió las treinta historias durante la primavera de 2006, basándose tan solo en los recuerdos de las narraciones de sus protagonistas y evitando los nombres, lugares y circunstancias que les hicieran reconocibles. Tituló a su obra “Nessuno Mai”, nadie nunca. Cuando tuvo el manuscrito acabado, redactó también su propia historia jamás contada y la intercaló entre las demás, marcándola con el número veintiuno.

Fue sólo entonces cuando intuyó que la narración de esa historia –la número veintiuno- era quizá, después de todo, el fin último de un recorrido en que empleó tanto tiempo, como si el resto de confidencias fueran una especie de envoltorio o un camuflaje para permitirle narrar su propio recuerdo de forma impune. Luego hizo varias copias del libro en una vieja imprenta de la Vía Garessio y se recorrió personalmente media Italia buscando un editor. Al cabo, después de muchos fracasos, encontró a uno que aceptó el envite y que, paradójicamente, regentaba un modesto negocio en su misma ciudad. Mire, le dijo el propietario tras sus lentes de miope, acepto el manuscrito aún siendo una apuesta algo arriesgada. Pero lo acepto porque hay una historia entre ellas que por sí sola merecería la pena publicar; porque es lo más verosímil sincero y enternecedor que he leído en mucho tiempo. Él no contestó, guardó el contrato en el bolsillo y se dio la vuelta.
Y dígame, alcanzó a preguntar el editor, estos relatos ¿son ciertos?
No, respondió Enrico con la mano en el picaporte, todos son invenciones. Una lástima, concluyó el otro, se vendería mucho mejor si la gente los supiera verdaderos.

“Nadie Nunca” salió a la venta en 2008 y tuvo más consideración que éxito, como ocurre a menudo con los buenos autores cuando son desconocidos. Incluso algunas reseñas de alcance nacional alabaron su profundo conocimiento del alma humana y su capacidad para fabular sobre los claroscuros cotidianos de las vidas anónimas. Se vendieron unas dos mil copias antes de caer en el olvido y sin embargo, lo que más reconfortó a Azzi fueron algunas cartas sin remite en las que antiguos clientes le agradecían emotivamente la “liberación de una carga” que habían sentido al reconocer sus propios secretos entre las páginas del libro.

Pero todos los profesionales, sus allegados y hasta su mujer y sus hijos, coincidieron en que una de las historias (la veintiuno) era demasiado fantasiosa. Él aceptó humildemente esa crítica con una sonrisa y un silencio. Enrico Azzi nunca volvió a escribir una sola línea, vendió el restaurante y se retiró unos años después. Ahora vive feliz con su familia, con la que todo lo comparte, en una casita de piedra en los alrededores de Bussanna Vechia, desde la que se divisa el azul inexplicable del mar de Liguria.


martes, 1 de enero de 2013

Memoria y olvido

Como el rey Ciro de Persia, como Simónides o como e Funes de Borges, Luis Valero nació provisto de una memoria total. Su rectitud y un cierto sentido del pudor le impidieron obtener de este hecho extraordinario más ventaja que la del cómodo y eficacísimo ejercicio de su empleo como bibliotecario y algún alarde menor de sobremesa.
Se casó joven con una mujer aún más firme y leal que su memoria, a la que conquistó recitándole fragmentos del Cantar de los Cantares. Se llamaba Adela. Nunca tuvieron hijos.

Abrumado por el presente, sobrellevó con dignidad su maldición. Siempre decía ser la única persona en el mundo que no podía beber para olvidar. En una ocasión, contrajo unas fiebres que lo derrumbaron en la cama por espacio de dos semanas. Arrasado por los temblores y el delirio, sucumbió a un dulce estado de semiinconsciencia que le privó temporalmente de su don, sumiéndole en un mundo para él desconocido donde los recuerdos no lo eran por más de cinco minutos. Muchos años más tarde me confesaría, durante un melancólico paseo por el Retiro que, a pesar de todo, aquellos catorce días con sus catorce noches había sido plenamente feliz.

Luis podía evocar con precisión cada hoja vencida de otoño que vio de regreso a casa el día que le diagnosticaron Alzheimer a Adela. Ella olvidó pronto que él lo recordaba todo. Luego olvidó su propio nombre. Sólo después, también olvidó el de él. Fue entonces cuando empezó a seducirla cada mañana y era hermoso verles, con la sorpresa del amor recién estrenado bailándoles en los ojos.

Adela murió un mes de marzo. Luis la sobrevivió treinta días, que fue justo el tiempo que empleó en recordar cada centímetro de su piel del día exacto en que ella cumplió los veintidós.

Me gusta imaginarles juntos, en algún lugar; compartiendo al fin, no importa si la memoria o el olvido.