lunes, 11 de julio de 2011

Nemo



(Publicado en "Cafedeartistas")

Cuando llegó el momento de elegir, me decanté por una enorme y espesa barba negra -salpicada de canas aquí y allá- junto a una abultada cabellera del mismo color y unas gafas con montura de pasta oscura y algo anticuadas. El conjunto resultaba sobrecogedor y, en cierto modo, quería significar un estúpido desplante dirigido a los que manejan el cotarro.
Lo cierto es que, al principio, la decisión fue más bien frívola. Yo, que siempre había sido rubio y lampiño, quise obtener la mínima ventaja que me otorgaba mi nuevo estado para realizar un cambio radical, para saber qué se siente siendo moreno y peludo, sólo porque nunca pude lucir ni un exiguo bigote sin que pareciera un alarde patético.
Después descubrí que todo el que se cruzaba conmigo por la calle se fijaba en mi aspecto de ogro de cuento, de intelectual maoísta y pasadito, siendo, a la vez, que me convertía en irreconocible de tan notorio. Esto es: lo que me señalaba me ocultaba y viceversa. Era inconfundible y, a la vez, profundamente anónimo. No es de extrañar pues que, en consecuencia, también decidiera en ese momento mi nuevo nombre: Nemo... Nadie.

Sí, ya sé, no es muy original que digamos pero no saben lo vulgar que era el otro, el nombre antiguo, el que, por supuesto, no estoy autorizado a desvelar. Los que manejan el cotarro son muy claros al respecto y, una vez visto de lo que son capaces, les aseguro que uno no tiene ganas de pringarse por una pijada. Además, recuerden su propio nombre, díganlo en voz alta, piensen en él. Qué… ¿acaso les resulta muy original?

Así que proveerme de esta nueva imagen fue lo único algo divertido en esta historia. Bueno, eso y las pequeñas bromas que gastaba a la Señora Meli. Pero eso vendrá después, vayamos por partes. De momento les contaré lo que cuesta adaptarse. Es inevitable que uno tenga ciertas ideas preconcebidas, fruto de los libros y de la tele, de modo que hay que ser práctico y aprender pronto las verdaderas reglas, porque allí nadie te cuenta gran cosa. (Aunque bien es cierto que tienen un lío de mil pares. Parece que en todos los sitios cuecen habas).
Por ejemplo: la regla número uno es que no puedes atravesar muros o puertas. Es decir, tienes consistencia física constante. Nada, pues de apariciones y desapariciones dramáticas. En cambio, eres resistente y extraordinariamente veloz, porque estás como hueco por dentro. Sí, como un puto Kent, en serio: He intentado varias veces fumarme un cigarrillo y el humo se escapa solo por todos los orificios del cuerpo. Sí, dije todos. De lo más humillante, estoy de acuerdo. Esta vaina, por supuesto, excluye comer. Y, lo que es peor, excluye beber. En cualquier otro caso, esto último sería un inconveniente, pero en el mío resultaba una verdadera tragedia.
¿Recuerdan a Dennis Wilson, el de los Beach Boys? Al parecer, iba tan borracho que se ahogó en una charca de menos de un metro de profundidad. Bueno, sólo diré que mi muerte no sólo fue ridícula sino que ni siquiera fue original, salvo que mi charca era aún menos profunda, lo que me otorga el dudoso mérito de merecer figurar con letras de oro en el Libro Guinness de los Idiotas, junto –quizá- a Hill, ese pequeño enclenque de la fila de los suicidas. (Se rumorea que se tomó dos frascos enteros de nuez moscada).

Respecto a las demás reglas, uno las va aprendiendo poco a poco, merced a un tedioso sentido de la experiencia. Ni sábanas, ni psicofonías, ni cadenas o aullidos nocturnos. No se duerme, nada de confidencias a los otros, (En consecuencia, no es posible reconocer o encontrar a tus iguales, aunque me consta que los hay a manta). Las uñas no crecen, no te ensucias, nada de caries, no envejeces. No puedes relacionarte mucho con alguien porque siempre llevas la misma ropa, imposible por otra parte salir a cenar. De sexo, ni hablamos… En fin. El aburrimiento más absoluto. Díganme: ¿Es esto muerte?

Así estaban las cosas cuando conocí a la Señora Meli.

Me encontraba, como de costumbre, ramoneando por entre los cubos de basura, encarando lo yo que llamo un Proyecto. En esta ocasión se trataba de recolectar cada día lo más valioso que alguien hubiera tirado. Confrontándolo con los del resto del mes, me hallaría ante el objeto finalista que, a su vez, competiría con los del resto de meses, para alzarse con el título de Artículo de Desecho del Año. El día había sido flojo y mi botín consistía en una cuchara de madera seminueva y un número atrasado del Muy Interesante. La decisión andaba competida.

Entonces la vi, con la pequeña en brazos y un gesto de cansancio y de honda tristeza clavado en sus ojos azules. Les mentiría si dijera que me enamoré a primera vista, porque fue a la segunda. O quizá a la tercera, pero fue para siempre. Y les aseguro que, en mi caso, eso es mucho tiempo.

A partir de entonces cambiaron mis rutinas y no había noche que no esperara expectante la llegada de la Señora Meli y de Raquel, poco más que un bebé, camino de casa. Fue por entonces y para llamar su atención, cuando empecé a hacer mis numeritos. Un día me quemaba la barba con una cerilla. Al siguiente, me encontraban haciendo flexiones sin descanso, otro más allá, haciendo equilibrios con un paraguas.... Un feliz día, la Señora Meli me sonrió al pasar. Considero para mis adentros ese día como el del comienzo de una relación.

Quizá no lo crean, pero los cinco minutos diarios que empleaban en cruzar la calle y entrar en el portal se convirtieron de tal modo en el eje de mi existencia que el resto del tiempo se convirtió en un fastidioso preámbulo, sólo dedicado a recordar –o anticipar- el alimento ya imprescindible de su sonrisa.

Lo que les vengo a contar sucedió unos pocos meses después. Lo se porque la pequeña ya caminaba sola. El tipo que las abordó en el cruce debía ser un conocido porque agarró a la señora Meli del brazo con familiaridad. Enseguida comprendí que algo no andaba bien y aunque los coches me hacían ver la escena con intermitencias, se hacía cada vez más evidente que se trataba de una discusión violenta.
Cuando vi el brillo de una navaja empecé a correr.
Ya les he dicho que soy rápido, pero los acontecimientos estuvieron a punto de serlo más que yo. Mientras sorteaba vehículos alocadamente, la navaja cayó al suelo en el forcejeo, de donde la recogió Raquel. Ellos dos seguían gritándose cuando me lancé sobre la niña, justo en el instante en que su boca iba a cerrarse sobre el filo. Ambos rodamos por la acera, mientras el peligro se alejaba tintineando sobre las baldosas de la calle.

Toda la vida asustándome de los cuentos de aparecidos y los que de verdad asustan son ustedes, me refiero a los vivos, a la gente normal.
Los dos nos miramos aterrorizados. Raquel, porque veía a un señor feo, todo pelo y barba, que la miraba. Yo, porque acababa de caer en la cuenta del manejo; que yo no era, a fin de cuentas, un fantasma.

Que lo que yo era, en realidad, es un puto Ángel de la Guarda.

martes, 5 de julio de 2011

Elogio de la brevedad

Muchos libros son, a veces, muy largos: exagerada e inútilmente largos.

Uf, ya queda dicho. Dejar constancia escrita de semejante herejía es, sin duda, la parte más difícil de esta entrada. Quepa en mi descargo la autoridad moral que confiere el hecho de haberme tragado volúmenes y volúmenes cuyo número de páginas ya era disuasorio aún antes de empezar a leerlos. (Hace años tenía siempre el empeño idiota de acabar todo libro que empezara, sin dejar pasar una línea. Con los años me he curado de ese hábito. Sólo Dios sabe el tiempo que me he ahorrado).

Un largometraje suele durar noventa minutos, un anuncio veinte segundos, una representación teatral en torno a dos horas, un soneto catorce versos exactos, y así con todo. Existen motivos para ello, tanto referidos a las exigencias de exhibidores, público y productores como a la costumbre o al tiempo máximo psicológico de atención, pero… ¿por qué las novelas (a ellas me refiero cuando digo “libros”) tienen una extensión tan variable? ¿Por qué nadie marcó un estándar -digamos unas trescientas páginas-, aún con las lógicas excepciones?

He llegado a sospechar que la industria editorial actúa como los pescaderos, que primero pesan la pieza entera para calcular el precio y, después, lo limpian y te entregan la parte útil con la única diferencia que, en el caso de las novelas, te entregan el exceso sin preguntar y, además, las páginas sobrantes no sirven ni siquiera para hacer un buen fumet. (Se de una obra muy conocida que incluye, junto a la historia, un manual de “bricomanía” explicando cómo construir una catedral de forma sencilla).

Por el contrario, sería ventajoso que los libreros experimentados obraran de este modo:

-¿”El clan del oso cavernario”? Excelente elección, lo acabamos de recibir, está fresco, fresco. A veinte euros. ¿Se lo limpio?
-Sí, por favor. Es para leer este verano.

Entonces y con una habilidad envidiable, el viejo librero, provisto de un cuchillo bien afilado, cortaría fragmentos de aquí y de allá y añadiría:

-¿El señor se llevará en bolsa aparte las minuciosas descripciones botánicas?
-No, muy amable, está bien así.

Y estaría bien. Aunque sólo fuera por las pobres estanterías, estaría bien.

Existe, sin embargo otra razón más sutil, pero antes de mi alegato, llamaré al estrado a dos testigos. El primer testimonio es de Borges, de quien son estas palabras:

“Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos."

Claro. Borges no escribió una sola novela en toda su vida, únicamente poemas y relatos. ¿Cabe la posibilidad de que dijera eso por despecho? ¿Que no escribió libros extensos porque no sabía o no podía hacerlo?
Quizá nos lo aclare el segundo testigo: William Faulkner quien, aunque cultivó todos los géneros, ha pasado a la historia como uno de los mejores novelistas norteamericanos:

"Todo novelista quiere escribir poesía, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, y al volver a fracasar, y sólo entonces, se pone a escribir novelas."

Estoy de acuerdo. Pero, claro, hacer poesía “bien” es jugar en el patio de los mayores. No está al alcance de cualquiera.

En fin, que en literatura, como en todo, es más complicada la síntesis que la glosa y que, en los tiempos que corren, (descargas desde Internet, inmediatez, cambios en las costumbres, falta de tiempo…) más vale tomarse el tiempo de entregar el producto sin espinas.

Termino rescatando de la última novela de Montero Glez, “Pistola y cuchillo”, (una delicia de 125 páginas sin nada que le sobre o que falte), una copla de Camarón, de origen desconocido que encapsula en tan solo tres versos todo el universo de los antiguos amores rondados a través de las ventanas de Andalucía:

Una reja es una cárcel
con el carcelero dentro
y con el preso en la calle.


¿Cabe decir más con menos?

O, como dijo Juan Belmonte cuando su mozo de espadas le traslado una queja mayoritaria del público respecto a la brevedad de sus faenas, siendo estas tan perfectas: “Pues, si les ha gustado, que vengan mañana que toreo otra vez”.