viernes, 30 de noviembre de 2012

El vestido de Epifanía


(Publicado en el Cafe de Artistas, el día de Reyes de 2007)



La Fani, en realidad, se llama Epifanía pero se cambió el nombre de joven, a causa del personaje de una película que vio con su hermana Valentina en un remoto cine de barrio.
Epifanía (la Fani, para entendernos) limpia una oficina a diario y, dos veces por semana, va donde Doña Mercedes que paga poco pero puntual lo que, en su modesta industria, es un factor a tener muy en cuenta. A la Fani le pasaron los amores y los años por encima pero ahora, desde hace un tiempo, se ve con Damián, que está malcasado con una mujerona seca y aburrida y toca en una orquesta por pueblos y bodas, con lo que siempre viene con un traje gastado que huele a viaje, anís y mentiras.

En estos días, echando unas horas de más, trampeando de aquí y de allá, la Fani se ha comprado un vestido negro sin mangas que a la Valen no le gusta porque dice que le hace el brazo gordo. Pero ella se ríe.

Siempre se está riendo la Fani, pero últimamente más, porque Damián ha dejado al fin a su mujer. Por eso -y para celebrar su santo- van a salir la noche de Reyes a ver la cabalgata y a tomar unos vinos por el centro. De ahí el vestido. De ahí también la risa; permanente, limpia, contagiosa.

Pero hoy que es cinco, mientras trajina con escoba y cogedor – la radio bien alta – por casa de Doña Mercedes, el Damián la llama al móvil para explicar que no va a poder ser, que es de comprender; que ésta (él siempre dice ésta) se ha puesto mala y que no tiene corazón para dejarla así y que a ver si la semana que viene o la otra y que si esto y que si aquello.

Ahora, mientras plancha, como sin darse cuenta, Fani se seca una lagrimilla con la punta del delantal y se dice que será por la música que es muy puñetera. Y que bastante faena tiene como para preocuparse por una bobada. Pero ella sabe que esa lágrima que le quedó prendida en el dobladillo es por el bolero de Luis Miguel y es por el Damián pero, sobre todo, es por cuando tenga que volver a casa y ver el vestido inútil esperando bien estirado sobre la colcha, como un bicho muerto.

Y porque, en el fondo, le gustaba mucho cómo le quedaba.


lunes, 12 de noviembre de 2012

En defensa de los refranes

Charlando el otro día con una buena amiga, una de esas personas que te hacen recordar que conversar significa “dar vueltas juntos” (hermosísima etimología, por otra parte), salió el tema de los refranes y del poco predicamento que tienen, en general, los aforismos, las frases hechas y los proverbios entre la “gente de bien” a pesar de su gracia y de su indudable capacidad expresiva.

De regreso a casa me puse a dar vueltas al tema de forma individual, lo que no deja de ser siempre una suerte de entrenamiento del conversador vocacional, para ver de llegar a alguna conclusión, siendo como soy una especie de fan de esa sabiduría popular, tan bien construida, siempre certera y a veces gamberra, que encierran los dichos y los refranes. Por ponerme docto y parafrasear a Cervantes “se trata de verdades y que son verdades tan lindas y tan donosas, que no puede haber mentiras que se le igualen”).

Esta cita irónica que el Don Quijote pone en boca de Ginés me puso sobre la pista y a poco que me puse a “conversar” con el inefable Google descubrí dos cosas. Una, que no ha habido pueblo o grupo humano del planeta que no haya acuñado refranes y dos, que estos jamás han sido del gusto de los mandatarios, el poder civil o los intelectuales (desde Quevedo al padre Feijoo, desde Baltasar Gracián a Voltaire o a Hegel, para terminar en nuestros educadores, garantes de la corrección de lo que ha de ser un señorito o señorita que se precie). Para resumir copio las palabras de Feijoo:

“Hay muchos adagios no tan sólo falsos, sino injustos, escandalosos, desnudos de toda apariencia de fundamentos y también contradictorios unos a otros. Por consiguiente, es una necedad insigne el reconocer en los adagios la prerrogativa de evangelios breves”

Mucho se enfada el clérigo por nada. El refranero no adoctrina ni impone, es una especie de “contra ideología” que se burla hasta de sí, hasta el punto de ser el origen de una pirueta genial: “Mujer refranera, mujer puñetera”, uno de mis favoritos.

Hasta los aparentemente inocuos refranes meteorológicos sustraen inadvertidamente a los poderes establecidos, (la ciencia, la Iglesia…) de su poder adivinatorio o providencial al tomar como ciertas las mil lluvias de abril o lo que sucederá en caso de que “marzo mayé”.

Y es que los refranes, como los chistes, son el software libre del pensamiento . No son de nadie y son de todos, no se conoce al autor, no están sujetos a derechos, son contagiosos, contradictorios, persuasivos, democráticos y tienen frecuentemente la virtud de desnudar al emperador. Manifiestan, en conjunto, la certidumbre de que no existe certidumbre. Todo ello unido, les convierte en peligrosos y transgresores y no es de extrañar que tanta libertad impune haya inquietado siempre a los defensores de lo correcto. “A Dios rogando y con el mazo dando”. ¡Voto a bríos, quién se invento eso, que lo detengan, maldita sea, es buenísimo; va a correr como la pólvora!

Siempre he creído que las conductas humanas frecuentes tienen por fuerza algún sentido y que es imposible que no sea así, porque, de lo contrario, se hubieran extinguido. El gran Hernán Casciari, en su página “Orsay”, abogaba hace un tiempo por actualizar los refranes. Estoy plenamente de acuerdo. Dice y con razón que ya no existen herreros ni cuchillos de palo, que la realidad es ahora muy otra y, con su agudo sentido del humor, propone una actualización de los refranes a los tiempos que corren. Traslado algunos de sus ejemplos:

“Mujer en el chat, marido en el PizzaHut”.
“No hay mail que mil megas pese”.
“Si tu equipo la va a cagar, los sms has de bloquear”.


Por lo que se ve, los refranes y adagios seguirán a su ritmo sin que los sesudos guardianes de la verdad puedan hacer nada al respecto, porque, ahora que caigo en la cuenta, atañen siempre a la esfera privada y están provistos del blindaje del humor. Y contra eso, no hay quien pueda.

Las posibilidades son inmensas, pero me limito a una aportación propia, inspirada en una comida a la que asistí hace poco y que podría significar que las cosas con mucho prestigio no son necesariamente las más satisfactorias:

“Cuantas más “Estrellas Michelín”, más escaso es el festín”.

(Es muy malo, lo reconozco. A ver quién se atreve ahora a conversar acerca de estas conclusiones con mi amiga)

sábado, 27 de octubre de 2012

El sótano

Uno

El Universo mide exactamente cuatro metros de ancho, cuatro y medio de largo y tres de alto. Las paredes son de ladrillo visto; el suelo -que siempre está húmedo y frío-, de cemento sin pulir. Arriba, en la techumbre, se abre una pequeña trampilla de cincuenta por cincuenta centímetros que sirve de ventilación y por la que apenas discurre la única luz.
Habitan el Universo dos hombres. En realidad son hermanos, pero ellos ignoran su vínculo, como ignoran todo lo demás, salvo que existen. Siempre han estado allí. Desde hace más de treinta años, viven, comen, duermen y defecan en el sótano, que es el Universo.
Cada dos o tres días, la comida cae al suelo desde la trampilla con un ruido sordo. No es gran cosa: restos de guisado, patatas… alguna que otra vez, carne; las más, legumbres. Los habitantes no son remilgados, consumen con avidez el rancho sin servirse de las manos. El más fuerte de los dos come siempre primero.
Cuando vienen las lluvias, las filtraciones anegan el suelo, pero ellos han aprendido a aferrarse a la pared para no calarse. En esos días, duermen asidos al muro, pegados como insectos o reptiles, con un respirar cadencioso y la mente primitiva alerta. Si su enfermedad les permitió alguna vez cierto vestigio de cordura humana, la vida en el sótano hizo desaparecer ese rastro para siempre.
Un día por semana, Dios baja al Universo con una escala para retirar los excrementos y dejar un cubo con agua. También lleva un palo, pero hace años que no lo usa. Los habitantes saben retirarse a un rincón hasta que se marcha.

Dios también está enfermo y se llama Crisanto.
Es su padre.

Dos

El Concello de Pedras da Corgo se derrama en desorden por una ladera verde e infinita, salpicando los pastos con casas de solemne pobreza, de un abandono antiguo, húmedo y triste. Los vecinos son pocos y muy viejos, restos irreductibles de la emigración masiva de mediados de los setenta.
Sucede que allí, a veces, la certeza y la intensidad del odio sobreviven al recuerdo de los motivos que lo causaron. Paíños y Lobeiras viven enfrentados desde hace tres generaciones. Hay quien dice que fue por unas vacas. Otros, que un Lobeira dejó preñada a una Paíño y hasta los hay que hablan en voz baja de un terrible conxuro. Pero nadie sabe a ciencia cierta por qué si alguien del chaparral se cruza con un Lobeira, pasa sin mirar y escupe al suelo, ni por qué ambos se alejan con el rostro ardiendo y con las sienes encanecidas latiendo tan fuerte.

Una noche, una lluvia tenaz y oscura oculta la luna llena colmándola de malos presagios. Un hombre camina por entre los campos, maldiciendo entre dientes, con el cuello de la pelliza bien subido y un paraguas inútil que opone al viento. No llega a ver quién sostiene la recia escopeta de caza que le espera en un recodo y, aunque la descarga lo levanta del suelo con el pecho abierto en dos, Crisanto Lobeira tarda en morir varias horas y consume su desvarío recitando las tonadas que aprendió cuando niño, solo, enredado entre las zarzas en las que ha buscado cobijo después de arrastrarse como un perro por el barrizal.

Y tres

El último habitante del Universo mira y remira la trampilla abierta.
Cerca de él, lo que un día fue su hermano es ahora sólo una carcasa vacía e inerme, el sustento que le ha permitido sobrevivir desde que fue dejado de la mano de Dios.
Ahora, de un lado está el miedo.
Del otro, el hambre, la sed y la esperanza de encontrar más semejantes cuyos cuerpos le ayuden a vivir. Debe ir hacia la Luz.
De pronto, se provee de una suma de determinación y necesidad. Trepa el muro. Se aferra a un ángulo imposible y ve que puede progresar.
Ya ha llegado hasta el hueco. Sólo le queda asirse al borde, bascular y darse impulso.
Primero coloca una mano.
Luego la otra.

El último habitante del Universo, decidido y hambriento, ha salido al mundo exterior.

sábado, 6 de octubre de 2012

La cinta amarilla



Esta noche, como tantas, como todas las noches, devolveré la foto y la cinta a la mesilla y me dormiré mandándole un beso a Juan.

La foto está ya arrugadita y más desde esta mañana en la Audiencia, cuando la apuñaba en el bolsillo del vaquero por debajo de mi toga de Juez, como si me diera fuerzas. Como un amuleto. Y cada vez que la remiro me parece mentira el verme tan chica, parada con las tenis que me regaló el tío Tano, rascándome en la espalda (¿por qué será que siempre que algo nos inquieta nos rascamos en la espalda?) y con esa cara de incrédula curiosidad, detrás del policía atisbando la muerte y el futuro. Créeme que todavía –y son tantos los años- noto el tacto tibio de su mano en la mía.

De la cinta amarilla me guardé un fragmento, el que va cada noche a la mesilla junto a la foto. Fíjate cómo la cinta separaba ya el mundo del que salía, el perfecto perímetro que dejaba fuera los dibujos animados y la infancia entera y adentro, los cadáveres de mis tíos despedazados por la Mara del 18, un ajuste, decían. Pero yo no sabía de ajustes ni de maras. Déjate, le dijo él a su compañero, tiempo al tiempo, que a cualquier perro se le atora un hueso.

Y ya no le vi más hasta hoy. En persona, quiero decir, que veinte años no es nada, como decía el argentino. Pero hoy me dio un vuelco al verle de nuevo, tan él, más viejito pero con esa misma forma de caminar y echar las manos atrás. Entonces, antes de sentarse en el banquillo se rascó la espalda y a punto estuve a echarme a llorar, ¿lo puedes creer?

Recién acabo de empezar a administrar justicia en Aragua y va y me llega aquel mismo policía de la foto con la acusación de matar a unos sicarios del 18, tanto tiempo después y me doy cuenta que era verdad: a cualquier perro se le atora un hueso. El fiscal dice que son todos la misma cosa, que son coyotes de la misma loma, pero yo le declaro inocente entre los murmullos de reprobación de la Sala.

Nadie nunca sabrá que yo sé que fue Juan quien les mató, pero no lo hago por mí, ni por los tíos, sino por esa mano que me hurtaba de la violencia y, sobre todo, porque sigo enamorada de él desde entonces.

La Justicia, ya aprendí, es como el amor. Ambos pueden impartirse en un secreto que dure por siempre.

jueves, 6 de septiembre de 2012

La naturaleza de las cosas

El otro día me dispuse a preparar una cena a deshoras. Nada muy sofisticado, como puede suponerse. Entre otras cosas, saqué un tetrabrik de tomate frito que caducaba en esa misma fecha. Consulté el reloj de la cocina. Las doce menos un minuto.
Con expectación, me dediqué a mirar el envase fijamente hasta que, poco tiempo después, sucedió lo inevitable: Había caducado ante mis propios ojos.

En un preciso instante, un objeto intranscendente había modificado su naturaleza sin ningún cambio aparente, había pasado de alimento a deshecho sin solución de continuidad. Y había efectuado tan relevante tránsito sin ningún signo observable que delatara tal modificación definitiva de su esencia.

Como a todas las personas prácticas, los pensamientos inútiles ejercen sobre mí una fascinación infinita (esto, que es paradójico sólo en apariencia, tiene una explicación del todo lógica, que ofreceré algún día -por si interesa- para no internarme ahora en digresiones sobre la tesis principal).

Entonces fue cuando me acordé del libro.
Era una edición antigua de Las mil y Una Noches, de tapas de cuero y letras doradas y yo tenía que haberlo devuelto a su dueño mucho antes, mas siempre olvidaba mi deuda. Aquel día –hace ya años- dejé el libro en el mueble de la entrada para así acordarme de entregárselo a su propietario a la vuelta del trabajo. Durante la jornada, me llamaron para informarme de su muerte.
Al entrar en casa, vi que el ejemplar seguía en su sitio, algo torcido sobre el aparador, con las esquinas un poco golpeadas, tal y como yo lo había dejado.
Pero ya no era el mismo objeto, porque ahora, a diferencia de por la mañana, se trataba del libro de un muerto.

Este tipo de sucesos ocurre con frecuencia. Ese rectángulo de papel con la apuesta de la Bonoloto que descansa con indolencia en la encimera de la cocina puede transmutarse en un momento concreto para dejar de ser un simple impreso y convertirse en un millón de euros. Así, sin más. Sin alterar su estado, sin abandonar su lugar en el espacio ni modificar en absoluto su composición molecular. Un cabello, mientras permanezca unido al cráneo y en compañía de otros, puede despertar admiración y hasta inspirar a los poetas. Basta con dejarlo solo tendido en un lavabo y ya no es un cabello, es un pelo. Ha pasado de ser elogiable a producir aversión aún siendo el mismo, únicamente por una cuestión de contexto.

Y es que la materia no se crea ni se destruye, únicamente se transforma, eso lo sabe todo el mundo. El corolario es que, a veces, la materia cambia su naturaleza y su esencia sin tampoco transformarse ni un ápice.

Cualquiera de nosotros, mientras está sentado en un sillón, mientras come o toma el metro, puede convertirse en alguien traicionado o amado, en una amistad o en alguien olvidado, en un expedientado por Hacienda o en un tipo importante. Sin percibirlo. Sin cambio aparente. Sin solución de continuidad.

Así que, para no caer en el determinismo, abrí el cartón y rocié las patatas con abundante tomate. Después de cenar, guardé cuidadosamente el resguardo de la Bonoloto en un cajón y me puse a leer cierto libro que ahora, por primera vez, consideré que me pertenecía.

Enseguida, mi naturaleza se transformó en la de señor dormido.


sábado, 11 de agosto de 2012

Vchodnoy

Vicent Chapman tiene que trabajar durante cerca de seis meses en Vchodnoy, un minúsculo pueblo costero del golfo Pyasinkii. Le ha conducido a ese remoto lugar del planeta un encargo del gobierno ruso relacionado con la prospección geológica para la prevención de seísmos. En un lugar donde el vodka se congela en el interior de la botella en apenas diez minutos, sólo puede trabajar en el exterior en las horas centrales del día y, después, tiene que refugiarse en una casa antigua aunque confortable que ha conseguido alquilar a un precio insólitamente bajo, incluso para aquel lugar gélido, lejano e inhóspito.

Los pocos habitantes de la aldea son como fantasmas con los que se cruza pocas veces bajo una ventisca atroz y Chapman no deja de preguntarse cual será la ocupación de las escasas tres decenas de personas con las que casi no se ha relacionado en estas primeras semanas de estancia. Su presencia, por otra parte, tampoco parece haber despertado el más mínimo interés entre la población, pero él ignora si eso forma parte de la manera de ser local o si el destino le ha conducido, con algún propósito desconocido, al rincón más extraño del mundo.

Esta última teoría queda avalada por la vivienda. Se trata de un caserón de dos plantas al final de la única calle y, si hubiera que definir aquella robusta casa de piedra, el adjetivo más preciso sería el de desasosegante, por el contraste entre la normalidad del aspecto externo y el laberíntico interior, con pasillos oblicuos que no conducen a ninguna parte y estancias con formas geométricas caprichosas y tamaños variables, casi aleatorios, como si la distribución fuera la obra de un perturbado. Pero Vicent está preparado para las paranoias que produce la soledad y hace una vida rutinaria en la que los mecanismos automáticos dejen poco espacio para pensamientos oscuros. Aún así, toma cada noche la precaución, quizá innecesaria, de cerrar con llave el portón de la entrada después de patrullar cuidadosamente cada rincón de la casa.

Desde el principio, ha acondicionado una habitación espaciosa de la planta de arriba como dormitorio y lugar de trabajo. De la planta baja sólo usa un cuartucho para guardar el material y la ropa de abrigo, aparte de la inmensa cocina con fuego de leña que utiliza también como comedor. Una conexión a Internet con velocidad aceptable le ayuda a rellenar las muchas horas vacías y aunque los días transcurren despacio, se podría decir que Chapman se ha instalado todo lo satisfactoriamente que puede, dadas las circunstancias.

Hoy, una nueva borrasca le ha tenido todo el día encerrado y la previsión de Meteosat no da mucho margen para la esperanza en, al menos, dos días más. Felizmente la despensa está llena y tiene leña en abundancia, por lo que emplea toda la jornada leyendo, enviando informes por correo electrónico y navegando al azar por la red.
Es a última hora de la tarde cuando se le ocurre escribir en el buscador el nombre de Vchodnoy. La única entrada le dirige a un vídeo de Youtube colgado apenas unas horas antes.

En los instantes que tarda en cargarse, un estupefacto Chapman se entretiene en mirar el número nada despreciable de visitas -seiscientas sesenta y cinco- y en el autor: “никто”, mientras comienza a sentirse invadido por una sensación inexplicable. Afuera, el viento arrecia y golpea las ventanas como si quisiera derribarlas.

La duración es de sólo diez segundos, pero a él se le hace muy largo. Se trata de un plano fijo, interior y nocturno. No hay ninguna acción, pero se puede apreciar la escena con nitidez:
Es su propia habitación. Es él mismo durmiendo en su cama, puede que anoche.


sábado, 30 de junio de 2012

El Señor Hutchinson


La cena es esta noche y en uno de esos restaurantes pijos de Mayfair. No esperaba menos del clan de los señoritos, la más selecta y excluyente mierda de la promoción del 85. Yo, por supuesto, no estoy invitado, como no podía ser de otra manera. Mis padres no regentaron negocios financieros en la City, nunca viajé en un Aston Martin y jamás ninguno de mis familiares asistió a las estúpidas carreras de Ascott, de modo que puedo considerar casi un milagro mis cinco años de permanencia en Harrow School, tiempo en el que siempre estuve apartado como un paria de los centros de poder, de los ámbitos donde se gestionaba la popularidad como si fuera una mercancía de cambio.

Ahora que se acabó la partida, sé muy bien lo que será de nuestras vidas, siempre lo supe aunque nunca lo dije directamente, al fin y al cabo, nadie se interesó especialmente por lo que yo pensara. Pero hacen mal, siempre hicieron mal. Yo tengo información de todo lo ocurrido en este último curso, sé cosas de primera mano que ellos ignoran y hoy será mi revancha. Para empezar, adivino que la conversación en la cena será tan frívola como siempre, pero al final acabarán hablando de “lo sucedido con el Señor Hutchinson”. No podrán evitarlo, lo que ocurrió este año nos perseguirá como una sombra para siempre. Que si era un demonio, que si un agujero negro de la mala suerte, un ser perverso... Siempre que alguien opina de otro, da más información sobre sí mismo que sobre la persona a quien juzga. En realidad las cosas no sucedieron como creen, pero las leyendas se gestan así, con cuchicheos y maledicencias, con “me han dicho que dicen”...y al final la bola de nieve es tan grande que no hay forma de detenerla.

Primero fue el chico de Wembley, aquel que se hizo un corte terrible en la mano segundos después de fallar una pregunta de Álgebra. El hecho es en sí cierto pero... ¿Cabe atribuir la culpa al profesor? Después vino lo del brazo roto de Jeremy Hedley y una serie de accidentes que parecían tener sólo un aspecto en común; todos estos hechos venían precedidos de errores o desplantes hacia “Ben mala sombra Hutchinson”, como si castigara de un modo mágico, como si convocara la mala suerte hacia los chicos más díscolos o torpes. Sin embargo, nada de todo esto hubiera tenido más importancia que la de una serie concatenada de coincidencias sino hubiera sido por lo de Agnus.

No debieron mandarle como portavoz de la clase. No a él. Agnus era un buen chico, un tipo callado y algo solitario que hacía lo que debía sin meterse en líos. El grupito de los populares lo eligió para no dar la cara, porque sabían que iba a recibir el encargo como un regalo después de tanto ostracismo. Por fin soy alguien, debió pensar, por fin entraré en el círculo de los elegidos. Así que quiso cumplir su encargo con una valentía sicaria y se le fue la mano. Lo sé porque estaba allí. No debió hacer acusaciones tan graves ni amenazar con acudir a la Dirección del Centro y hasta a la policía. Todo era tan irreal, tan absurdo…

El caso es que aquella misma tarde, justo mientras se celebraba la reunión de profesores para consensuar las calificaciones del trimestre, Agnus se tiró por la ventana de su habitación y se mató. No hubo testigos, ni notas. Nunca se supo el motivo. Sólo que ocurrió.

Creo que es por él, por el pobre Agnus, por lo que estoy entrando ahora en el restaurante. Ya estarán terminando. Necesito que esa panda de manipuladores sepa que el miedo era recíproco, que el más asustado de todos era aquel al que veían como enemigo. Recorro sus caras huidizas e incómodas una a una.

Deberían haberme invitado.

A mi pesar, distingo al que tendrá un accidente de automóvil, al que desarrollará un tumor, el que será asesinado por celos… Espero a que alguno se dirija a mí y salve así su miserable vida. Finalmente es Johnson el que habla.

¿Un…un café Señor Hutchinson?


miércoles, 23 de mayo de 2012

Vida y muerte de Doña Mercedes de Lara

Voy a contar la historia de Doña Mercedes de Lara, señora muy principal de la alta burguesía en una ciudad de provincias. Aquellos de ustedes que han tenido el gusto (qué digo el gusto, el privilegio) de tratarla saben de su esmerada educación, de su compasión para con los necesitados, de sus buenas obras y mejores palabras, de su desacostumbrado juicio en estos tiempos de descaro y malentendida libertad; malos tiempos en los que más vale el pillo que el de recta virtud, más el vivalavirgen que el decoroso y la palabrería, más que el dignísimo silencio.

Algunos maledicientes, carne del rencor y de la viva envidia, acusan a las gentes como Doña Mercedes de hacer distinto en público que en privado. Nada más lejos en su caso. Yo, que como narrador o cronista, tengo el raro privilegio de conocer su fuero íntimo, (que alguna ventaja ha de tener el escritor, personaje externo que rara vez es personaje) les digo rotundamente que no: Mercedes de Lara hizo igual para sí que estando con otros pues nunca estuvo la pobre del todo a solas, ya que fue siempre prisionera -a partes iguales- de la religión, de la vergüenza y de las más rígidas convenciones sociales. Comer era para ella un espanto zafio, dormir una inútil servidumbre; reír, una frivolidad que rara vez se permitió. Crío a cinco hijos sin darles una caricia de más ni una reprimenda de menos. Fue amiga de refranes, administradora magistral y emisora de consejos implacables como penitencias.

El destino le proporcionó la ventura de suspirar con resignación muchas veces pues, tras la crianza de los hijos, proveyó la enfermedad de su madre y después la del marido hasta la muerte de ambos, que la dejaron sola salvo las visitas -cada vez más infrecuentes- de los nietos en las que ni unos ni otros se encontraban a gusto, que nunca fue Doña Mercedes muy de niños ni de sus carreras y gritos. Fue por entonces cuando cerró la casa y se trasladó a la costa por ver de mejorar su mala salud de hierro con paseos, sales y brisas.

Y allí, entre el batir del mar y una luz que no era de este mundo, la Señora se fue embrujando de a poco. Un día olvidó al salir la anacrónica pamela. Otro, dejó sin beso un pan caído, dos más allá -¡válgame el cielo!- se dio licencia para levantarse… a las nueve.

Y ya no sabemos de ella hasta aquel atardecer en que bajó a la playa desierta. Bien hay que decir que se trataba de una tarde especial de fines de verano, una de esas tardes en que la naturaleza tiene un último guiño coqueto antes de mostrar su cara iracunda de otoño. Ese día, precisamente ése, Mercedes se dejó en casa, además de la pamela, el noble título de Doña que tantos desvelos sin causa le costó atesorar. Y olvidando su vida al recordarla, se quitó primero las sandalias, luego todo lo demás. Espléndida en su desnudez caminó pasos inciertos, se dejó llevar. La brisa, el sol y el agua no le guardaban ningún rencor y la acogieron como si llevaran esperándola toda una vida.
Luego se sentó en la arena tibia. Rió con ganas al ver cómo movía los dedos de los pies. En ese momento hubiera querido abrazar a sus nietos pero, a cambio, remó con las manos en la arena. Un curioso sabor a sal mojó sus labios y un sol último acudió sin prisa para abrigar el repaso de su biografía.

Y así la encontraron por la mañana: tan bella como siempre fue, que nunca se vio cadáver con mejor aspecto ni con tal contento en el rostro.

Había permanecido en este valle de lágrimas setenta y tres años.
Vivir, había vivido unas horas. Las de aquella tarde de gloria.

domingo, 6 de mayo de 2012

Qwerty

Heredé la máquina de escribir de la fotografía en 1978. Yo tenía quince años y ella (ahora que lo pienso) justo la edad que tengo yo ahora. Eso quiere decir que, ya por aquella época, era una máquina vieja: Veinte kilos de hierro que me han acompañado desde entonces en mis muchas mudanzas.

Cuando puse en ella el primer folio e hice girar su rodillo pensé que las cosas habían cambiado radicalmente y para siempre: Ahora sí que era un escritor. Se acabaron esos cuadernos escolares con letra infantil y manuscrita de zurdo que, por cierto, también me han seguido en cada cambio de casa. No tenía la tecla ctrl ni alt ni esc, pero el chasquido de las teclas al golpearlas y el elegante sonido del carro al pasar de línea -anunciado por la alegre campanita- tenían un glamour muy superior a la melodía de inicio de Windows (es un suponer), porque los artefactos mecánicos siempre suenan mejor que los electrónicos aunque esto, claro está, no es más que un gusto personal.

Sin embargo, el primer día, ese paso de gigante en cuanto a tecnología que acababa de dar, lejos de inspirarme, me bloqueó y sólo acerté a escribir “hola”. Era demasiado, como si a Jose Luis López Vázquez le regalan un Iphone en los minutos iniciales de “La cabina”. Era práctica y fabulosa, pero no sabía muy bien qué hacer con ella.

Parado ante el teclado, (ante mi primera visión de un teclado) y sin nada que escribir, empecé a fijarme en las teclas: Q, W, E, R, T, Y… y en su, aparente arbitraria distribución. Tuvieron que pasar muchos años hasta que supe por qué las letras se disponen de ese modo pero, por aquel entonces (y quién sabe si también ahora) uno, a menudo, considera que las cosas son como son y no le damos más vueltas.

Lo que sí recuerdo con claridad, tanto tiempo después, es que al ver las letras (blancas sobre fondo negro) pensé que las cosas que escribiría en adelante estaban ya allí, que solamente hacía falta pulsar las teclas en el orden correcto.
En 2006, cuando ya tenía ordenador hacía tiempo, la Hispano Olivetti se había convertido en una digna jubilada que aún me sigue mirando cada mañana desde su calidad de objeto decorativo. Ahora ya no es vieja: es antigua. Fue justo entonces cuando Ocelote me animó a participar en un foro literario y, al registrarme, la página me pidió un Nick.

No me lo pensé, porque, aún ahora, sigo creyendo que, en realidad, las historias ya están en el teclado y que solamente hace falta pulsar las letras en el orden correcto.

domingo, 8 de abril de 2012

El Gran Marcelo


Y el naipe desapareció.

-¿Lo ves, Clara? La magia es una gran mentira. La mano izquierda es delicada, llama tu atención, es un señuelo. La derecha, en cambio, es ágil y eficaz; es como un leopardo.
-Si es una mentira es, en todo caso, una hermosa mentira.
-Eso es… Una gran y hermosa mentira.

En el primer capítulo de esta historia Marcelo es un muchacho pobre, desgarbado y algo feo, justo como la posguerra de la que es una inadvertida consecuencia. En cambio Clara, su vecina, es luz y colores, como un sueño alegre y casi inalcanzable. Marcelo busca impresionarla con la denodada tenacidad que sólo provoca un amor desmedido. Todo lo intenta y en todo fracasa. Entonces se entera de su gusto por los trucos de magia, que ella ha visto por primera vez en una feria ambulante. Él se aplica, indaga, practica día y noche. Después de unos meses, sin más vocación que el cariño, logra arrancar de Clara la primera mirada de sorpresa y admiración. La inocencia de sus pocos años les hace pensar enseguida que acaban de crear un vínculo indestructible.
Pero el futuro tiene otros planes. Clara se va con sus padres a Francia, donde se casa tiempo después con un diplomático que nunca supo de magias, uno de esos hombres aburridos de vida intachable, gafas y algo de alopecia, con los que siempre acaban casándose los amores de la infancia.
Marcelo se queda solo. La profesión que no eligió, a pesar de todo, se convierte en su modo de vida para siempre. Y así, el Gran Marcelo llegó a ser un conocido mago ambulante, un grande entre los pequeños, un prodigio menor e itinerante con fotos de color sepia –chistera y capa- desde las que sonreía siempre a una Clara que se perdió, en la enorme distancia de entonces, su celebridad de medio pelo. Él tuvo dos o tres amores fugaces de los que se deshizo pronto al no perdonarles la afrenta de no ser Ella.
Discurren así sus vidas, mutuamente ignoradas. Pero ambos se recuerdan casi a diario, mientras el transcurso del tiempo les aleja cada vez más de aquellas promesas, miradas y besos furtivos de entonces.
Hasta que, pasados los años, el Gran Marcelo –pobre Marcelo-, comprende un día que la vejez llega cuando te das cuenta de lo corta que se te ha hecho la vida y lo larga que se te ha hecho la tarde. Enfermo de solemnidad, entra en una UCI, dejando en la puerta las ganas de vivir, enternecido, antes de desvanecerse, por los cuidados urgentes y apresurados de un personal atento al que él no hubiera requerido tanto desvelo.

En el último y definitivo capítulo una Clara ya viuda regresa a España con la firme determinación de encontrarlo. No le es fácil. Marcelo no ha dejado muchas pistas.
Pero ella es tenaz y al fin lo logra.

-Soy Clara y he venido para decirte que la magia es una gran y hermosa verdad.
Y al decir eso coge su mano. Ella jura y perjura que, al retirarla, tenía prendida en la suya una reina de corazones, que aún conserva. Pero si hay algo aún más sorprendente en esta historia es la desconcertante mejoría de Marcelo a través de esas palabras, que debieron caer desde muy arriba hasta golpear de lleno en su ilusión maltrecha. Dos semanas después salía del hospital y ya nunca volvieron a separarse.

Alcanzar tus sueños tan a destiempo es solo triste para los demás. Ellos, los dos, me contaron su feliz historia ayer, con las miradas cómplices de los niños que un día fueron.
Mientras se marchaban juntos, con las últimas luces de la tarde resistiendo en los charcos de la calle, comprendí que sus vidas enteras habían sido uno de los mejores trucos jamás vistos, con muchos días inútiles y delicados –como señuelos- y algunos momentos vivos, escondidos y eficaces.

Como leopardos.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Creer en fantasmas


La anécdota es muy conocida en la familia y mil veces referida. Corría el año 1946 y un aneurisma se llevó a la tumba a la abuela cuando mi madre sólo contaba con cinco años. Al día siguiente, mientras se celebraba el entierro, la niña se quedó en casa con la criada mientras la familia cumplía el doloroso trámite de dar tierra a la difunta.
Al regresar, mi abuelo besó a su hija y no supo cómo narrarle esa pérdida, asustado por pensar que, siendo tan pequeña, era lo suficientemente mayor para sufrir pero no tanto como para afrontarlo.

La reacción de mi madre fue sorprendente y aterradora. Eso no es verdad, papá: mamá ha estado aquí esta tarde y ha venido a acariciarme vestida de azul y con todos los anillos puestos.
Y ese era justo el modo en el que fue amortajada.

Mi madre siempre recordó aquel suceso y nos lo contó muchas veces tal y como lo relato yo ahora. Sin embargo siempre se ocupó de añadir, con un escepticismo despreocupado y sincero, que ella no creía en fantasmas.

Y la muy tozuda aún lo sigue diciendo, tanto tiempo después, a pesar de que ya lleva muerta desde hace muchísimos años.

sábado, 7 de enero de 2012

La Asociación

“Si un hombre se deja tentar por un asesinato, poco después piensa que el robo no tiene importancia, y del robo pasa a la bebida y a no respetar los sábados, y de esto pasa a la negligencia de los modales y al abandono de sus deberes”.
(Thomas de Quincey)


“(…) Cierra la reunión el Señor Laurent con un encendido y certero discurso en el que cita nada menos que a Carlyle, a Plinio y hasta a Chesterton : “En el asesinato, el criminal es el artista y el detective, el crítico”. Nada queda por añadir al Ciclo Séptimo, salvo acotar que el Señor Lebrin, como tesorero, señala la existencia de un saldo de 5.000 francos disponibles puesto que todos los señores miembros anotaron “captura” en el período anterior.”
(Fragmento del Libro de Actas de la Asociación del día 30 de Noviembre de 1956)


Phillipe Laurent, en su calidad de anfitrión, abre la reunión del ciclo Octavo y se atusa el grasiento bigote de guías con gesto impaciente. Mientras, suenan unos contenidos aplausos que tienen más que ver con la mesura que con la falta de entusiasmo. También y a la vez, expulsa una ligera ventosidad que disimula sin éxito con un falso golpe de tos. Nadie en la docta reunión hace signos de percibir tal hecho, sabedores de que es inútil intentar ser sublime sin interrupción, por mucho que todos critiquen (a su espalda, claro está) esos excesos del Juez Laurent que atribuyen a su avanzada edad, la misma que, por otro lado, todos comparten. La educación es una constante en las reuniones de la Asociación: Las formas son el fondo, como dijo el Comisario Gancourt en la Ceremonia Fundacional.

La sala es el antiguo despacho del juez, en su domicilio de la Rue Saint Paul, una estancia oscura y solemne, como tantas de las sentencias que dictó durante décadas. Componen el escenario tres círculos concéntricos. En el interior, la gran mesa de nogal y en torno a ella, los cinco miembros de la Asociación, un juez, un fiscal, un comisario, un psiquiatra forense de La Santé y un asesino convicto reconvertido en confidente. Salvo éste último, todos se retiraron hace mucho tiempo. En realidad, la Asociación representa todo el antiguo poder de la justicia criminal de París desde todos los prismas posibles. El cuadro se completa con las paredes, forradas de estanterías que albergan cientos de anticuados libros de Derecho repletos de polvo. El ambiente entero huele a vejez y a demencia.

Toma la palabra el Fiscal Galin y es de notar que cuando habla (emboscado en su barba y en su genio), todos callan y que no es fácil conseguir tal respeto de un público tan acostumbrado a obtener gratuitamente la aquiescencia de sus inferiores, que, en su día, fueron todos los funcionarios de Francia y la casi totalidad de sus súbditos.
“Hoy tenemos, amigos míos, un caso extraordinario: Puffet, ese hombrecillo de apariencia inofensiva que espera en la antesala, es nuestro hombre para el ciclo Octavo y quizá, el mejor hallazgo desde que inauguramos esta actividad. Debemos esta circunstancia, comme d’hàbitude, a nuestro buen amigo Deschamps”
Todas las miradas se dirigen hacia Deschamps, y éste se ruboriza, lo que demuestra que, al cabo, las emociones más pueriles y básicas, como lo es el reparo, habitan también los corazones de los más descarnados asesinos. Otro punto para Maurice Deschamps que es siempre quien marca la pieza para que las influencias del resto de miembros de la Asociación consigan excarcelar o -como hoy es el caso-, liberar al que ellos llaman “ejecutor” desde algún remoto y olvidado hospital psiquiátrico.

Siguiendo con fidelidad el ritual, los señores socios hacen entonces pasar a Puffet y la simple inspección ocular del sujeto levanta murmullos de aprobación en la sala. Es Puffet un individuo sudoroso, de corta talla, ademanes nerviosos y ojos pequeños y brillantes, que se mueven en todas direcciones ensuciando cuanto miran. Todas las aberraciones de su conducta constan en las copias del expediente que examinan los asociados y hasta ellos experimentan un cierto asco al ver las imágenes y leer por encima el balance de sus crímenes horrendos.

El profesor Lebrin, el psiquiatra, extrae entonces de un cajón la guía de teléfonos del distrito de París con la solemnidad habitual y abre una página al azar. La tradición manda que sea el Juez Laurent quien marque con su dedo huesudo un nombre cualquiera dentro de esa página, nombre que le es mostrado a Puffet, quien anota los datos de su puño y letra en un papel que guarda arrugado en el bolsillo interior de su estropeada chaqueta. Después, abandona la sala, escabulléndose con una sonrisa de satisfacción que tiene un cierto deje obsceno. La suerte está echada.

Se abre el turno de apuestas: “Captura” o “Impunidad”. Los Señores Socios votan y seguirán con profesional atención este caso, debatiendo con pasión entre ellos cada detalle de la investigación y del posible proceso.

Mientras, en algún lugar no muy lejano, un ciudadano cualquiera regresa a casa cargado con los regalos de Navidad, ignorante de su segura y del todo arbitraria condena a muerte.