sábado, 13 de noviembre de 2010

Paseos puntuados con Míster Dot



Cuando empecé a pasear con Mister Dot pensé que era la suya una curiosa forma de caminar, un poco “a la española”, con paradas frecuentes y repentinas, gestos elocuentes y constantes agarrones del brazo. Algún tiempo después vislumbré que todo ello respondía a un sistema, pero sólo más tarde descubrí los códigos inmutables que regían su charla y su conducta, o mejor dicho, que aunaban discurso y comportamiento dotando a ambos de un sorprendente sentido global. Era así que las exclamaciones las expresaba con los hombros levantados, una pausa leve en sus pasos enmarcaba una digresión, una larga daba lugar a otra idea o sentido y, cuando cambiaba de tema, cruzábamos la calle callados, como si recorriéramos un doble interlineado de asfalto. Después, tras dos largos pasos silentes de elegante sangría inglesa, retomaba la palabra y comenzábamos otro párrafo.

No cabía duda de que Míster Dot puntuaba la conversación.

Y eran paseos románticos y gramaticales, rondas sintácticas y pautadas por calles que eran ríos y, además, líneas de texto, como si escribiera con su tránsito la novela de su vida enamorada o como si eludiera la obligación de escribir a través de una literatura oralmente escrita -o escritamente oral-, que era, pues, efímera y, por tanto, más bella o más libre, abriendo luces de significado e inaugurando metáforas a cada tres o cuatro portales o comercios, como tubos fluorescentes que se fueran encendiendo a nuestro paso. Coma, punto. Punto y coma; pararse y avanzar. Y, como cada signo de puntuación tenía su gesto o su pausa (siempre el mismo, sin equivocarse jamás, con una exacta y hermosa precisión), para escuchar su obra en toda su extensión, para apreciar los distintos matices, se hacía necesario mirarlo.

Fue así como, leyendo nuestras charlas, me enteré de su historia de amor triste y grande como pocas (o como todas –insistía él- abriendo y cerrando un paréntesis mediante dos tenues golpes en mi hombro con el dorso de la mano).
Se trataba de Elsa, de la que nunca supe si existía de verdad o si era la excusa de Dot para llenar las manzanas y los barrios en blanco que aguardaban nuestro caminar errático. Ella estaba casada y vivía lejos, pero le enviaba unas cartas arrebatadas que contenían los más inspirados versos de amor jamás escritos; cartas que, caso de conocerse, harían empequeñecer al mismísimo Petrarca… si no fuera porque Elsa, la bella y sensible Elsa, no puntuaba nunca sus escritos. En años de relación epistolar nunca había usado un punto, una coma o una mísera tilde. Ese extremo, lejos de molestar a Dot, representaba para él una muestra más de la genialidad de ella. ¿Por qué habría de molestarme? (el signo de interrogación era uno de mis favoritos y consistía en un gracioso arabesco en el aire dibujado con la contera del bastón). Las aprendo de memoria y luego las recito recorriendo el pasillo.
Nunca se ha visto mayor ejemplo de la colaboración del lector, de su parte alícuota de creatividad, de su contribución a lo escrito por otros.

Unos días más tarde (o unas páginas, o unas calles, es lo mismo), Míster Dot me habló de sus dotes de vidente, dando un interesante giro a su historia lo que, en consecuencia, nos supuso dar también un giro a una glorieta donde prosperaban los lirios en anuncio de la primavera. La noticia (el capítulo) no me pilló de sorpresa, pues andaba yo desde tiempo atrás cavilando acerca del motivo por el que Dot y yo nos encontrábamos casi cada día y en distintos lugares sin citas ni premeditación, sólo porque sí, con una naturalidad indebida y algo falsa a la que yo no había podido –o querido- dar explicación, pendiente como estaba de volver a verlo y retomar así el hilo de su narración andante. En tan sólo medio distrito Dot justificó el prodigio: Cada día veía un fragmento del siguiente.
Pero el motivo de su confesión no era el alarde ni la explicación contextual de nuestros encuentros sino, más bien, la necesidad de justificar anticipadamente un acto propio, provisto de la inevitabilidad que sólo tiene el destino. Hasta que unas calles más tarde (o unos días o unas páginas, qué importa), el escritor oral más grande y desconocido de todos los tiempos me anunció solemnemente la ruptura de su amor imposible.

-¿Pero por qué? ¿Por qué ahora? -me atreví a preguntar.

Mister Dot hizo un punto y aparte limpio, eterno y suspendido. Un punto que era la antesala del desenlace definitivo de su texto hablado:

-Porque me he visto mañana llorando mientras rompía sus cartas.

Allí mismo se paró y yo me despedí. Jamás he vuelto a verlo.

domingo, 31 de octubre de 2010

Dinero y lenguaje


Ayer por la mañana y por causas que no vienen al caso, me dediqué a listar en un papel todas las denominaciones coloquiales que conocía (por emplearlas alguna vez o, al menos, por haberlas oído utilizar) para referirse al dinero. Pronto conseguí esta relación:

Perras, parné, tela, guita, jalleres, pelas, pasta, jurdó, panoja, cuartos, chota, peculio, manteca y viruta.
Animado por el resultado, amplié la búsqueda a verbos que significaran “pagar” (Aflojar, apoquinar, echarse, estirarse, soltar la mosca, aforar) y expresiones para “no tener dinero” (estar sin cinco, seco, sin blanca, a dos velas, no albiyelar y estar tieso).
Después, para ser más específico, anoté las denominaciones para las distintas monedas y billetes y encontré que siempre eran para las pesetas: Así, para una peseta (Rubia, pela, leandra, cuca, cala), para cinco pesetas (duro, guil, pavo, pelote), para veinticinco (Cangrejo, cangri), cien (Libra), y mil (verde, saco, talego, machacante, sábana y boniato).

Cuando entró el Euro, en 2001, pensé en lo poco que tardaría la imaginación popular en inventar nuevos hallazgos verbales para apodar a las flamantes monedas y billetes que al principio tantos quebraderos de cabeza nos causaron. Un vez más fallé en la profecía. Han pasado casi diez años y siguen siendo tan sólo…euros. Puede que sea por la extensión del pago electrónico, porque ya no estamos tanto en la calle o porque estos años de cómodo y soso bienestar han restado importancia a un elemento que no nos era tan escaso como a las generaciones precedentes. El lenguaje, sobre todo el de la calle, que es un termómetro de las sociedades, restó importancia al dinero y rehuyó el ingenio de renombrarlo.

Y ahí va mi tesis: Esta crisis no ha sido causada por las subprime, ni por burbujas, ni por la globalización de mercados ni por complejas teorías macroeconómicas.

El dinero se ha ido, como una amante despechada, porque hemos perdido la imaginación para nombrarlo.

lunes, 11 de octubre de 2010

Memorias de Sebastián Rovira


Mientras conducía por la vieja carretera que atravesaba el paisaje como una herida, Sebastián Rovira recordó con claridad el día en el que decidió que su infancia no había sido feliz.
Siempre acabamos inventando el pasado, a menudo los recuerdos son tan sólo un producto destilado de la imaginación. Acaso su historia no fuera muy distinta a otras y las fiebres, las disputas familiares y el oscuro cuartucho de la Hacienda donde lo relegaban los castigos, no fueran otra cosa que una selección de entre infinitas infancias cuyo balance, positivo o negativo, depende del foco con que elegimos iluminar tanta intemperie cuando ingresamos en la edad adulta.
Quizá por eso, mientras se acercaba a su destino, quiso dar otra oportunidad a su pasado antes de subirlo definitivamente al desván de la memoria y retirar la escalera: Por última vez, y tras más de cuarenta años de ausencia, Sebastián Rovira regresaba a casa.

La decisión de vender la antigua Hacienda fue más fruto del deseo de sacudirse una preocupación añadida que el de una verdadera necesidad económica. Desde hacía una eternidad, languidecía sola inútil y vacía, como el cascarón abandonado por un molusco después de una muda. Salvo el propio Sebastián, todos cuantos la habían ocupado durante décadas se encontraban ahora muertos o en paradero desconocido y el abogado local que remató la subasta, liquidó también con ella los últimos restos de una historia de cosechas, vidas y peonadas al abrigo del olor a campo y a guisos multitudinarios y remotos. A él tan sólo le restaba el trámite –casi un rito- de visitar la propiedad por ver de salvar los restos del pecio antes de que las excavadoras cumplieran con el último exterminio. Ahora, cansado, de vuelta de casi todo y en los umbrales de la vejez, disfrutaba de cada jirón de niebla que resbalaba por las laderas de un paisaje redescubierto mientras que, desde la radio del coche, Liszt llenaba de piano sus nostalgias. Una liebre cruzó sin prisa la calzada frente a él y, como si fuera una señal, comenzó a llover tenuemente. Tras la siguiente curva la casa se hizo visible y, pocos minutos después, aparcó frente al porche.

La visita no fue larga porque, por algún motivo, sintió que cometía una suerte de profanación, como si tanto tiempo transcurrido le hubiera ya desprovisto de ese derecho. La devastadora acción del tiempo, la carcoma y la suciedad le impidieron reconocer del todo los espacios que ahora le parecieron mucho más pequeños que entonces. Pero en un altillo y cubierta de polvo, encontró la maleta y, en su interior, seguía estando el equipaje con el que de niño y después de adolescente, fantaseaba con la idea de escaparse de casa. Le enterneció la arbitraria selección de elementos que fue reconociendo poco a poco. Si diez minutos antes hubiera tenido que inventariar su contenido, no hubiera sido capaz de mencionar ni uno sólo, pero ahora, al verlos, cada uno de ellos iba despejando parte de su memoria como esos sueños que se desvanecen al tratar de recordarlos al amanecer. Un reloj, una medalla, algunas fotos, billetes arrugados que dejaron de tener valor hace tiempo, algo de ropa y un viejo cuaderno escolar con unas pocas páginas escritas.

Sebastián salió entonces al porche con el cuaderno en la mano y una extraña intuición en el alma. Se sentó en el banco de piedra y empezó a leer.
Al principio le pareció una casualidad. Se trataba de una historia que debió de inventar - puede que sobre los catorce años-, cuando soñaba con convertirse en escritor: En ella, un anciano regresa en coche a su casa natal. Por el camino y entre la niebla, recuerda su infancia con una mezcla de nostalgia y desapego. Comienza a llover. Un conejo se cruza en la carretera mientras la música de un piano suena en el coche. Aparca y en la casa encuentra una maleta en cuyo interior aparece un cuaderno misterioso…
De repente, recuerda haber escrito eso, ahora sí se reconoce y puede ver claramente su mano casi infantil escribiendo, hace más de cuarenta años, el relato de lo que acaba de sucederle hace tan sólo una hora. El resto de las páginas permanece en blanco, una más de las voluntariosas iniciativas que nunca llevó a término. Lo tremendo es que no es capaz de acordarse si ese joven que era él, sabía también la continuación de la historia.

A lo peor –piensa Sebastián- esta historia interrumpida significa que ya no hay más y anuncia, pues, mi muerte inmediata. Luego lo piensa mejor y entra en la casa decidido a contravenir el destino. Busca tinta y una pluma y continúa escribiendo pausadamente en el cuaderno el relato detallado del resto de su vida, porque siempre acabamos por inventar el futuro y, con frecuencia, el porvenir no es más que el producto destilado de nuestra propia imaginación.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Aficiones compartidas


Esta imagen reúne todos los ingredientes: tiene gracia, es inspiradora y encierra de seguro una historia, además de plantear algunos misterios.

Empecemos por esto último: ¿Qué estaba fotografiando la señora? Y sobre todo –esto me quema- ¿Qué hay en el interior de la bolsa? (Porque la bolsa es de ellos, seguro, pues tiene pinta de abandono provisional y cercano). Pero: ¿Qué contiene? ¿La cena? ¿Unas compras? ¿Un collarín preventivo?

Nunca lo sabremos, así que centrémonos en la historia.

Es obvio que no es la primera vez que el niño pasa por ese trance. Lo dice su cara de infinita resignación, lo dice su posición en puntillas para evitar un seguro ahorcamiento Nos habla, por último, su mano, que es mano de amor filial pero también de recuerdo y aviso de su presencia, para evitar las consecuencias de un giro inesperado ante otro posible estímulo merecedor de ser inmortalizado. La postura de ella es impecable, por otro lado. Es postura de fotógrafa avezada y vocacional. Está disfrutando.

Pero él no.

Esto nos lleva al final: Es más que probable que esta madre considere, después, que ambos han compartido una tarde feliz haciendo fotos, que su hijo tiene madera, que algún día ganará un Pulitzer o exhibirá su obra en una galería famosa. Que heredó la vocación al fin, no como el mayor, todo el día con la consola. El niño (lo dice su rostro) querrá que le quieran, como es lógico. Ganará un día en la escuela un concurso menor, que sus padres atribuirán a la genética de su afición y a sus propios desvelos e influencias. Será, pues, un premio compartido.

Y un día, -un lejano y glorioso día-, el chico crecerá y se hará serigrafiar esta imagen en una camiseta, sobre un texto que diga:

“¿Sabes qué, mamá? Nunca me gustó sacar fotografías.”

Se pueden vender montañas de camisetas. Basta cambiar el final por: pescar, jugar al ajedrez, leer, hacer deporte, coleccionar sellos, etc. Seguro que se podría encontrar una imagen para cada afición “compartida”.
Pero yo siempre fui mejor para inventar negocios que para llevarlos a cabo.

Lo pone en mi camiseta.

lunes, 23 de agosto de 2010

Otras literaturas


(Imagen: Ralf Pascual)
http://ralfpascual-fotografia.blogspot.com/
(Publicado en el Café de Artistas el 28 de Enero de 2009)

Al salir de casa pude percibir por toda la escalera el inconfundible olor a quemado de un nuevo pastel de la señora Boucher y pensé en lo que habría cambiado la historia de la literatura en caso de que Marcel Proust hubiera sido vecino de nuestro inmueble.
Eso, lo de pensar en la literatura, era una constante en mí por aquel entonces, así que bajaba los escalones de madera vieja de dos en dos, agotando el sueño que encerraban los poemas y las historias que pugnaban por escapar de mi cabeza para conquistar un espacio entre los grandes, para asombrar y seducir a los círculos de medianías de la triste ciudad de provincias que era entonces, para mí, el más excelso de los Parnasos.

Ya en el portal, que avecinaba la limpia claridad del mediodía, me crucé con el viejo Brasson, el destinatario –y la víctima- del afán repostero de la señora Boucher y ambos murmuramos un saludo protocolario que sonó a mutuo desinterés. Las calles y su ruido, los laboriosos ciudadanos en bicicleta, los sórdidos olores del mercado, no eran sino las dimensiones de la prisión donde yo creía habitar, cuando eran ellas las que en realidad me poblaban. Lo otro, lo de los versos hondos y medidos, los exóticos viajes, las damas y las tramas misteriosas en las callejas del lejanísimo París, el velo con que inculpar a mi inspiración aplazada. De momento y sin remedio, regresaba con las bolsas llenas de carne sangrante y verduras que sobresalían para señalarme como lo que era: el pequeño de los de los Bartin, un simple chico de los recados, la última mierda insignificante de un pueblito olvidado del Midi. Y ahora, tantos años después, me pregunto el porqué de esa vergüenza eterna y compartida, la de los recados y las bolsas, el motivo por el que, a partir de cierta edad, cualquier chico, en cualquier lugar, siente la misma humillante infamia que se deriva del transporte -público e impagado-, de pimientos y lechugas.
El tiempo, goteando los días, me distanció de mis visitas al mercado tanto como de mis afanes de gloria. Enterrados en aquellos días luminosos quedaron mil historias no nacidas, bajo el peso de las abundantes capas de lo que llaman la existencia real.

Tuvieron que pasar muchos años, muchas cosas, hasta que conocí a la señora Durand, y alguno más hasta que empecé a llamarle Thalie. Mi biografía, como tantas otras, se compone de dos o tres momentos importantes. El resto, que se desdibuja poco a poco en la memoria, no es más que el relleno que nos va alejando –o acercando- de esos pocos sucesos: Lo que, ostentosamente, denominamos nuestra vida.
Conocí, pues, a Thalie. No fue ni tarde ni pronto. Llegamos puntuales a una cita que concertó el destino, cuando ya los cuerpos y los corazones huyen del alboroto de la pasión y los celos. En la tranquilidad de un amor sin exigencias, recuperé el gusto por la escritura, que se transformó en un arte ajeno a testigos y prisas. Así que comencé a escribir bien, sólo por que ya no me importaba. Volvieron los versos medidos, las tramas, las historias que buscaba. Hoy conozco ya París tan bien como si alguna vez la hubiera visitado.

Es Thalie mi única lectora. Ella me hace pasteles quemados, pero a mí me gustan. Yo correspondo con versos y relatos que están siempre, quizá, demasiado cocinados.
Uno de estos días, al visitarla y ya desde el portal, se podía aspirar la fragancia de un brioche algo más que muy hecho. Entonces me crucé con un chico que saltaba los escalones de dos en dos y nos saludamos con escasa ceremonia.

Me imagino yo que iría a hacer los recados.

lunes, 16 de agosto de 2010

Trenes


Si la vida es un viaje, entonces la felicidad tiene dos paradas.
La primera es la de una existencia simple, sin inquietudes, sin ambición; cercana al aturdimiento. Si no te bajas en ese apeadero, el siguiente es el de la de la sabiduría, pero está tan lejos y se hace tan incómodo el trayecto que casi todos nos quedamos por el camino, en estaciones intermedias, criticando a los que se bajaron demasiado pronto con el mismo afán que a los que siguen empecinados con el infame traqueteo.
Y mientras, en los andenes, llenos de purita envidia, charlamos con otros viajeros y mantenemos con ellos conversaciones pretenciosas: ¡Qué bonito el paisaje! ¡Buen momento de llegar! ¡Qué suerte tuve al encontrarte!

Pero, de tanto en tanto, notamos como los ojos se nos llenan de carbonilla.

jueves, 22 de julio de 2010

La llave


"Confusión es una palabra inventada para indicar un orden que no se comprende"
(Henry Miller)


La llave apareció dos meses después de la muerte de Andrés, cuando Elisa decidió sabiamente desprenderse de todas sus cosas de forma radical, sin concesiones a sentimientos que entorpecieran la conquista de una realidad que ya comenzaba a quedarse atrás. Primero fue la ropa, esas camisas que ella siempre revisaba en busca de un hipotético carmín que nunca apareció. Luego le llegó el turno a los libros, a los papeles y a ese cúmulo de objetos huérfanos que siempre deja un muerto tras de sí. Todo lo que él tuvo y todo lo que él fue, se marchó para siempre por el desagüe de unas bolsas de basura que eran negras de puro fúnebres, como si el marido ausente celebrara un segundo entierro o como un sortilegio tendente a cerrar los capítulos, las puertas y los desvelos de la memoria.
Pero el descubrimiento abrió un paréntesis al olvido y un cajón del escritorio tuvo la culpa. En el fondo, muy atrás, cubierta por recibos antiguos, encontró la llave. Era pequeña, como de una caja o quizá de un candado, un sencillo objeto metálico y de apariencia inofensiva que, sin embargo, llenaría los siguientes días de Elisa como una herencia antipática e indeseada.
Una llave escondida es siempre la promesa de una cerradura remota que existe en alguna parte y, tras ella, siempre habita un secreto, el ocultamiento que Elisa siempre intuyó en la aparente serenidad de Andrés, en su impostado despiste eterno, en sus contradicciones y en sus verdades a medias. Durante semanas no paró de buscar. Contempló cualquier posibilidad, preguntó a todos cuantos le conocieron, indagó en el banco, escudriñó su ordenador, revisó las facturas…Nada. Hay quien tiene preguntas y le falta la clave para desentrañar la respuesta, pero es aún mucho peor poseer la solución y carecer a cambio de la incógnita. Por las noches, Elisa soñaba que probaba la llave en toda la ciudad, en el país, en el mundo entero; en todas las cerraduras fabricadas por el ser humano por todos los tiempos. Cuando su madre le recomendó que olvidara su obsesión ella tuvo clara la respuesta. Al final lo atrapé. Me costó, pero lo hice. Algo le pasaba a Andrés y ahora necesito saber que tanta cábala tenía una explicación.
El detective al que acudió la atendió con interés, pero le hizo una advertencia: Mire señora, si ya es difícil rastrear a un vivo, más lo es hacerlo con un difunto. Y más inútil. Déjelo estar, hágame caso.
Ni hablar, replicó Elisa. Al menos un muerto se está quieto. Si ya me es difícil asumir el presente y planear un futuro, más lo es inventarme un pasado que no fue. Usted explíqueme ese pasado, que lo demás corre de mi cuenta.

Pasaron los días y Elisa dejó de soñar, pero no de revisar el buzón a la espera de una solución para su angustia. Pero una tarde, plantada como cada día ante los cajetines verdes, tuvo una revelación mientras rebuscaba en su bolso enorme: De pronto recordó lo que le irritaba que Andrés nunca se ocupara de revisar el correo.
Entonces sacó la llave, la probó y abrió limpiamente la pequeña puerta metálica. De vuelta a casa, leyó con atención el escueto informe que encontró dentro. Con un estilo frío, casi administrativo, el detective reseñaba una vida gris e intachable: la aburrida historia de un muerto sin interés.

Esa noche, Elisa lloró y lloró, pero no supo el porqué. Mañana será otro día, se dijo.

Así que, al día siguiente, se consoló pensando que a veces el llanto no tiene motivo y que, de seguro, la culpa era del imbécil de Andrés y de sus enredos, que hasta muerto era capaz de alterarla de aquel modo.
Ahora Elisa es feliz. Siempre luchó por ser positiva. Si miras atrás, te conviertes en una estatua de sal. La llave vuelve a dormir olvidada en un cajón y, además, en estos días, le ha echado el ojo a un compañero de trabajo, cuya cara de buena persona no es capaz de ocultar al canalla que lleva dentro.

sábado, 3 de julio de 2010

Entre las nueve y las diez


(Publicado en el "Café de Artistas" en febrero de 2007)

I
La cita era de nueve a diez de la mañana de algún día comprendido entre el dos y el dieciséis de abril. Yo debía acudir, sólo por supuesto, a un determinado café de la calle F** llevando conmigo el sobre y esperar. Un día, cualquier día dentro de ese período, alguien (estremecía esa indefinición, todo esto era, en realidad, algo estremecedor, como de película, o a lo mejor las películas reflejan un proceder habitual, no hay forma de saberlo), alguien, digo, entonces, se sentaría a mi mesa y sin grandes ceremonias (eso dijo aquel tipo al teléfono: “sin grandes ceremonias”, mira, se me quedó grabado ese detalle) tomaría el sobre con los documentos y dejaría limpiamente en la mesa el otro, algo más pequeño, con el dinero. Eso era todo.

II
Eso era todo… No es que tuviera problemas morales, no. De verdad. Ni me lo había planteado. Era como un juego, como si fuera otro temporalmente.
Luego ya está, vuelves a tu vida normal, nadie lo sabrá jamás. Eso piensas, sí. Y después: no hago más mal ni daño que otros, es sólo intercambiar un sobre, míralo de ese modo, es sólo eso. Como un juego. Y vuelta a empezar.

III
Empezar fue, acaso, lo más difícil. Te digo esto porque el día dos –puntualísimo, recién afeitado, no me preguntes por qué– aterricé en la mesa junto a la cristalera con un deje de naturalidad que sólo yo sabía fingida. Café solo, doble por favor. Por algún motivo, la palma de mi mano abierta estuvo la hora entera reposando encima del sobre de papel marrón. Al retirarla, a las diez, se había quedado casi pegada por el sudor. Curiosamente, fue alivio lo que sentí al salir, después de pagar la cuenta.

IV
La cuenta de los días que siguieron se enturbia en mi desmemoria. Sí recuerdo, en cambio, que al principio sólo miraba hacia la puerta creyendo atisbar en cada persona que entraba un gesto delator, no sé, un signo, algo que indicara que el momento había llegado. Pronto aprendí que un número nada despreciable de personas hace, al entrar en un bar, un gesto circular con la mirada, que yo interpretaba entonces como de búsqueda y que ahora sé que es gesto animal o cautela primitiva, un somero análisis del escenario al que nos incorporamos.
A los pocos días, dejé de vigilar la entrada y mi interés comenzó a dirigirse a los clientes.

V
¿Los clientes? Bueno, lo normal; grupos de madres bulliciosas que se reúnen tras dejar a los niños en el colegio, algún obrero de sol y sombra, desocupados, ejecutivos… Lo de siempre. Los que más me llamaban la atención eran los habituales. Por eso enseguida me fijé en aquel señor mayor del periódico, porque siempre estaba allí cuando llegaba y siempre lo dejaba al irme, porque me hipnotizaban sus rutinas y su capacidad de abstraerse de todo cuanto le rodeaba, hasta el punto de dejar caer con frecuencia la ceniza del cigarrillo sobre las páginas, que limpiaba después barriéndolas con el canto de la mano abierta.

VI
Abiertamente. Así acabé mirándole, sólo porque él no me miraba. A él como a otros de los habituales, entiéndeme, no es que hubiera preferencias, no. Pero claro, ¿quién puede sustraerse al placer de observar, impunemente, a quien no repara en tu presencia? ¿Cómo no iba a fijarme en su labio inferior -grueso, repugnante y húmedo- vibrar según iba recorriendo ávidamente las noticias leyendo en silencio? Y vuelta a caer la ceniza. Resultaba un tipo asqueroso, sabes a lo que me refiero, un viejo en el que intuyes egoísmo, aunque no te haya hecho nada. Comencé a odiarlo, injustamente, enseguida.

VII
Enseguida te das cuenta que formas parte de un mecanismo: Llegas, esperas y te vas; llegas, esperas y te vas… Un café solo, doble por favor. La mano ya no custodia el sobre que cae indolente cada mañana sobre la mesa de mármol, con un chasquido que suena a desquite. Espías al viejo devora-periódicos con un descaro creciente. Risas femeninas in crescendo apagan momentáneamente el ruido de tazas y cucharillas al chocar, el molino del café, el runrún de conversaciones desmayadas… Solo, doble, por favor. Llegas, esperas, te vas…

VIII
Te vas a reír. El día definitivo, el gran día, me pilló de sorpresa. El cumplimiento a destiempo de una larga espera siempre tiene un cierto matiz de desconcierto. Aquel tipo –bien lo sabes- ni era ni dejaba de ser lo que yo esperaba. Era, al fin, sólo eso: un tipo. Se sentó pausadamente frente a mí y puedo jurarte que, al sentarse, suspiró. Sí, como lo oyes, suspiró. Como con hastío, ¿comprendes? Bueno, quizá lo oíste, el suspiro, digo, porque al instante tú estabas allí, plantado ante la mesa, no sé como fuiste tan rápido, a tu edad. Tenías el periódico en una mano y la placa en la otra, mientras con el labio grueso, repugnante y húmedo, decías tan sólo una palabra, con una voz que era inédita, grave, inapelable:
-Policía.

domingo, 27 de junio de 2010

En segundo plano


Cada una de las fotografías que conservamos en antiguos álbumes desde la infancia, están plagadas de personajes inciertos que transitan en segundo plano. Ellos ignoran que, mientras viven y envejecen, su imagen estática amarillea en un polvoriento cajón, en una caja de hojalata o en el trastero de alguien al que nunca conocieron.

Por eso, hace tiempo que tengo la sospecha de que mi imagen habita en algún domicilio de Tokio, paseando con mis padres por la Plaza Mayor, por detrás de una pareja de japoneses sonrientes.
Pero la prueba de todo esto la encontré hace poco:

Alex y Donna revisan viejas fotografías antes de su boda. En una de ellas, ella posa a los cinco años con sus hermanos en el parque Disney de Orlando, junto a Smee, el personaje de Peter Pan.
Entonces, Alex reconoce a su padre al fondo, vestido de oscuro, llevando el carrito de un niño. Ese niño es él. Han pasado veinte años, pero en el preciso momento que recoge la instantánea estaban a menos de cinco metros.
Y ahora ya no sé si abrir el cajón de las fotos, porque temo y deseo encontrarme con alguno de vosotros. Con trenzas o pantalón corto, qué se yo.

Allí, en segundo plano, pero retratados juntos para siempre.

(La fuente: http://www.wxii12.com/video/23827571/index.html)

domingo, 20 de junio de 2010

Gracias, Agatha



Al principio los libros eran islotes que, debidamente dispuestos por el suelo, me permitían atravesar el Océano del salón sin mojarme. Colocados en filas (ni tan distantes que me impidieran saltar de uno a otro ni tan cercanos que facilitaran en exceso la aventura), se convertían en una compleja red viaria con senderos, bifurcaciones e itinerarios. Este rojo y gordo de allí inicia el camino hacia el pasillo; aquel otro –ese desvencijado y encuadernado en piel-, marca el desvío que conduce a mi habitación. Este uso primigenio de los libros terminó el día en que mis padres regresaron antes de que pudiera recoger los archipiélagos y devolverlos a su lugar preciso en las serias estanterías de madera pero, sin duda, marcó el inicio de una historia de afectos que continúa hasta hoy.

Sin la posibilidad de continuar el juego y purgando mi falta con un castigo incierto que ya he olvidado, había llegado, sin embargo, a un hondo conocimiento de todos los volúmenes de la biblioteca, hasta el punto de conocer casi cada uno de ellos por sus características relacionadas con el tamaño, el diseño de las portadas, el color y hasta el olor de sus páginas, mas no me había sido aún concedida la habilidad para, además, leer su contenido o al menos su título. Yo intuía que algo más había en ellos, porque veía a mi madre abrirlos y mirarlos por dentro con una concentración casi mística y del todo excluyente, así que cuando me informé de que los libros (por dentro) contaban historias no pude evitar arriesgarme a una nueva condena y me encaramé a un estante con determinación, pues sabía exactamente dónde encontrar al protagonista de mis sueños.

No era grande ni bonito, no tenía la contundencia de un diccionario ni la gracia repetitiva de las colecciones. Era sólo eso: un libro en rústica muy usado.
Pero la portada era sensacional: En ella, sobre el fondo verde oscuro donde se adivinaba una partitura, se podía ver una jeringuilla, piedras preciosas y unas salpicaduras de sangre reseca. ¿Puede haber algo más atractivo para la imaginación de un niño? Se llamaba “Asesinato en la calle Hickory” y yo necesitaba saber lo que decía.

Aghata Christie fue, pues, la causa por la que quise aprender a leer y aquella vieja portada sigue siendo, en el fondo, la inspiración de todo cuanto he escrito desde entonces.

sábado, 19 de junio de 2010

Leyendas


(Publicado en el "Café de Artistas" el 31 de julio de 2007)

Corren todo tipo de leyendas por el valle. Son historias espeluznantes acerca de brujas y de ogros sanguinarios; de sacamantecas, que aquí llaman sacaúntos o también hombre del saco; de malvados monjes en siniestra procesión por los campos y de todo tipo de horrores, que sólo sirven para amendrentar a los niños y a las viejas.
Pero yo no tengo miedo, porque mi padre está conmigo.

Los dos vivimos en una granja al borde de un camino polvoriento. No tengo madre o hermanos, nunca tuve más familia que papá, un agricultor acostumbrado al duro trabajo y a la pobreza, que únicamente cae en el pesimismo cuando habla de las inclemencias del tiempo o de los bajos precios de la cosecha. Yo sólo tengo ocho años, pero le ayudo en todo lo que puedo: en el campo, con los animales, con los pernos, en la caldera…

De tanto en tanto, papá engancha las dos mulas al birlocho y me hace un gesto. Entonces voy al huerto que hay detrás, en el patio, y recolecto judías, pimientos, tomates y enormes berenjenas brillantes y lo guardo todo en cajas de tablas de madera. Luego, cargamos el carro y nos ponemos en camino, arreando a las caballerías por entre trochas y veredas de ganado -mi padre bien erguido en el pescante, con ese aspecto suyo tan serio y a la vez tan dulce- y yo feliz a su lado, aspirando el aroma del espliego y la hierbabuena recién florecida, sorprendiendo a las raposas que se cruzan por el camino, o contándole historias exageradas, que él desacredita con tan sólo una mirada. Nuestro destino son siempre los predios altos, donde viven los aparceros, que se reparten los beneficios del campo con los propietarios, lo que en los años malos significa obtener la mitad de nada. Eso provoca que sean aún más pobres que nosotros. Como siempre dice papá, para recibir hay que dar y por eso nuestras visitas: para dejarles cajas con hortalizas, que reciben con el fingido rechazo inicial que a menudo provoca el orgullo del hambriento.

Luego de haber acabado el reparto, nos demoramos por los arroyos y albinas donde siempre encontramos a algún hijo de aparcero, arrapiezos descalzos y llenos de mocos que pescan para matar el tiempo y se bañan en las pozas. Cuando vemos a alguno que está sólo, yo me bajo y le invito a subir al carro. Entonces papá lo mete en el saco, cierra con un nudo y regresamos a casa, bajando los desmontes mientras las mulas hacen sonar los cascos en la tierra reseca y el niño, poco a poco, deja de removerse bajo la arpillera.
Por el valle corren todo tipo de leyendas.

Pero yo no tengo miedo, porque mi padre está conmigo.

lunes, 14 de junio de 2010

Tarde de toros


(A J.M. López, por las tardes en el Nueve)

Era inevitable que la sombra de aquella tarde del 67 sobrevolara toda la conversación como una nube zaina y malaje, pero yo quería darle una larga al Chato y llegar a eso después.

La cita era en una taberna del gremio y a las cinco -como no podía ser de otro modo-llena toda ella de carteles, cabezas negras de bureles, fotos de verónicas apretadas y trasiego de vinos y aceitunas. En un rincón me espera Gerardo de la Vega “El Chato” y parece tener más indolencia que expectación ante una entrevista que llega después de tantos años. La mesa no es grande, pero la masa corpulenta del picador casi octogenario la convierte en minúscula, como el asustado vaso que sujetan sus manos enormes, rotas de campo y de bregas.

Después del trasteo, comenzamos por analizar su trayectoria y él agradece con la cabeza mi minuciosa documentación: los comienzos, las tardes de gloria y el modo de arrancar el caballo al tiempo que coloca la puya en todo lo alto del morrillo, se carga sobre el palo y sesga el caballo a la izquierda para que el toro salga por delante. Los ojos cansados se le van llenando de antiquísimas ovaciones recogidas en el tercio con el castoreño triunfal en la mano. De casta le viene al galgo: son tres las generaciones que acabarán con él, que siempre siguió soltero. Y feria va feria viene, vamos obligando al camarero que repite y se empeña con nobleza.

Avivado por los tres pares de tintos me empieza a hablar del Torero (él siempre se refiere a él así, como si no hubiera ningún otro que mereciera ostentar tal condición). Entró en su cuadrilla en el 64 y cuenta que fue entonces cuando se aficionó de veras a los toros, lo que no deja de tener gracia en alguien que ya ayudaba a apartar reses en la dehesa antes de empezar a acudir a la escuela. Con él sólo entraban los mejores y me relata con entusiasmo la apostura del que fuera su patrón tantas tardes, ese magnetismo inexplicable que da la fama y su modo de echar la pierna adelante pisando esos terrenos que no pisa nadie, haciendo arte como sin querer hacerlo, con el desmayo que no se aprende y que es sólo patrimonio de los elegidos. Todo lo tuvo en la mano y todo lo perdió por aquella mujer. Pilar se llamaba. Era la fulana de Abilio Fernández, el ganadero, que tenía un hierro de bravos en Salamanca, unos torazos encastados y tan grandes como su mala intención.

El Torero se fue detrás del guiño coqueto que le hizo ella desde el sol y se puso a la sombra de sus piernas suaves y tan largas como varas de picar sin calcular que, en este mundo de luces y capotes -como en todos, al cabo-, mandan los que mandan y que a nadie le sale gratis hurtarle la hembra a un jerifalte. El Maestro empezó a rondarla y a llevarla a la finca a pesar de los pesares del Chato, quien le advertía de una ruina cantada desde un afecto entregado e imposible.

Y así llegamos a la tarde que marcó tantos destinos. Gerardo nunca supo si el asunto estaba amañado de antes o si la sentencia fue por brindarle el primero a aquella mujer. El caso es que su segundo salió con algo en la vista que, al principio, era sólo una simple rareza en el embiste. Cuando El Chato movía al penco para colocarse en suerte ya había atropellado a un peón por ir al bulto, pero fue al pasar por el tendido de Don Abilio cuando vio en la ira expectante de su mirada la verdad: al toro le habían puesto algo en los ojos para que fuera quedándose ciego y, al llegar a la muleta, no obedeciera a engaños y que fuese el engaño de Pilar el que condenara a muerte al torero.
Y fue entonces cuando el Chato decidió la partida y descordó al toro con la puya.

Un profesional lo sabe. Hay un sitio preciso entre dos vértebras donde dejar inválido a un toro para que lo tengan que apuntillar en la plaza. Fin de la historia. Al volver al callejón entre insultos aún tuvo tiempo para volver la cabeza y ver al ganadero echando espuma por la boca y con la rabia del fracaso en la mirada. De la corrida nada más quedaron unas pocas crónicas airadas y algún recuerdo de aficionado antiguo.

El Chato sólo se llevó una multa, pero tuvo que retirarse y encontró empleo en un taller de coches de lujo, donde cambió la sangre y la pica por la grasa y el destornillador. En cuanto al torero, se fue con Pilar a Méjico y toreó una temporada más sin convencimiento hasta que otros cuernos distintos le hicieron aún más daño que las cogidas y nunca más se supo de él. Abilio Fernández se mató un par de años después en un accidente de tráfico, al regresar de un festejo en la plaza de Ronda.

Vuelve el sonido de la tasca. Lejanas comandas. Risas. Ruido. Pido la cuenta y hablo:
No voy a publicarlo, pero pude ver el atestado de la Guardia Civil. Resulta que Don Abilio se fue desmonte abajo por la curva de Los Lebrillos. Lo curioso es que no se encontraron marcas de frenado en el asfalto.
Qué faena, dice. Aún sigo preguntándome si no me estaba encajando un juego de palabras.

Le dejo unos segundos y algo de distancia. Igual fue cliente suyo, del taller, digo. Y él desparrama la vista por entre los azulejos de añil y mugre.
Cómo acordarse, concluye distraído el piquero con un hilito de voz, pasaba por allí tanta gente…

domingo, 6 de junio de 2010

Joe Black


Resulta inquietante, ya de por sí, esa especie de lotería consistente en que, de entre tantos miles de espectadores, un bate vaya a impactar directamente en tu rostro y que medio mundo constate tu mala suerte y pueda ver tu cara maleable y doblegada.

Intriga también el porqué de entre todos, el destinatario del golpe es el único que no se defiende. Bueno, él y esa niña cuya edad le impide temer el golpe. (Ella cree que puede recogerlo, hubiera querido para sí tal fortuna).

Pero lo que verdaderamente asusta de la imagen es el tipo de arriba, el que va vestido de negro con un ribete blanco en el cuello que le hace parecer un clérigo.
Si se repara en él, en su impasible gesto y en su media sonrisa, se aprecia que parece saber desde el principio lo que iba a suceder, por eso no se inmuta.

Y por eso buscó un asiento cercano al tipo de verde: Para asistir de cerca a su desgracia que, por algún motivo inexplicable, conocía ya de antemano.

martes, 1 de junio de 2010

Un Hombre que recorre la cocina


Un Hombre recorre la cocina. Camina unos ocho pasos hasta la encimera y regresa (de nuevo son ocho pasos) hasta la puerta de servicio. Está claro que se trata de una cocina amplia. Mientras camina piensa en distintas cosas, además de ir descubriendo poco a poco aquello que le queda oculto al habitante promedio de cualquier vivienda, porque los escenarios en los que se desarrolla la mayor parte de nuestras vidas encierran detalles inadvertidos o pospuestos por otras urgencias (nunca hay tiempo para descubrir los matices e intenciones de los objetos, como los de ese cuadrito de incierto origen que quedó por siempre sujeto por una alcayata y olvidado entre el extractor y la ventana). Es pues el Hombre una especie de descubridor, un Inventor-de-lo-Siempre-Presente. Podríamos haberle llamado el Ser, el Descubridor, la Persona, qué sé yo pero, para facilitar la nomenclatura, le llamaremos el Hombre.

Aclaremos que recorrer la cocina (o comer, o dormir o lavarse) es la única actividad del Hombre, junto a la de mirar alrededor y meditar. Aquí la objeción se hace evidente ¿No trabaja, no sale a comprar, no tiene trato con otras personas? La respuesta es sencilla: Quien realiza esas actividades es otro. Otro Hombre. Tenemos, pues, dos hombres: Uno camina y piensa y el otro se corta el pelo, realiza apuntes contables ocho horas al día y compra a diario algunos comestibles en la tienda de los chinos de la esquina. A nuestros efectos sólo existe uno de ellos, el otro poco importa, ¿Qué interés podría tener un ciudadano, digamos normal?

El Hombre (el nuestro, el primero, el que recorre la cocina) desprecia la existencia del otro pero lo tolera por su innegable utilidad. Y viceversa; es más que probable que ocurra lo mismo al contrario, pero eso no lo podemos saber, ya queda explicado que queda fuera del ámbito de nuestro análisis. Es más, pudiera existir un tercer hombre que pertenece a algún club, que tiene mujer e incluso hijos... Si es así, los dos primeros desconocen ese extremo. Hasta se podría considerar la posibilidad de un cuarto y hasta un quinto hombre. ¿Quién puede saberlo?. Acaso el hecho de vivir conlleve precisamente la ignorancia (o la negación) de la existencia de otros que también somos nosotros. Vamos pues a partir de la base (es una convención como otra cualquiera) de que nuestro Hombre, salvo para dormir o realizar funciones esenciales, está siempre sólo y vive prácticamente todo el tiempo en la cocina, recorriéndola a conciencia sin que eso le haga más preso ni más libre que un explorador del Ártico, pues tantas incógnitas albergan los espacios y las almas respecto a lo lejano como lo hacen en relación a lo más próximo. Él también se pregunta a menudo cual es el motivo por el que apenas abandona ese entorno. (Tan sólo a veces, en su profunda abstracción desemboca en la penumbra de un pasillo e incluso llega a entrar en un salón de decoración algo abigarrada, mas en cuanto percibe su propio atrevimiento regresa a la tranquilidad de su hábitat y a la satisfactoria luz de los tubos fluorescentes que dan lustre a unos blanquísimos azulejos). La respuesta no es simple. Es posible que sea por miedo, un temor indeterminado a encontrarse con el otro, el que tiene una vida social y dialoga de vez en cuando con el conserje. O quizá el motivo sea distinto, algo más profundo. Acaso su devenir en ciclos de dieciséis monótonos pasos tenga precisamente como fin último descubrir esa causa. Mientras tanto dedica su pensamiento a tantos afanes que el día se hace corto. A lo mejor debiera escribir sus numerosas conclusiones, documentar sus ideas para librarlas del olvido, pero eso le es imposible porque, para hacerlo, no tendría más remedio que salir de la cocina.

Y como tampoco ve ninguna ventaja en transcender, va quemando sus pensamientos como cigarrillos, con la seguridad de que serán sustituidos por otros igual de provechosos. Existe una selección natural en las cavilaciones, semejante del todo al proceso de evolución de las especies, en virtud del cual algunas ideas mueren y otras anidan, permanecen en los bolsillos de la memoria y reaparecen una y otra vez transcurrido algún tiempo. Esos sedimentos tan masticados componen el atisbo (o el embrión) de la construcción de sus creaciones, que acaban por ser tan sólidas como estériles, tan inútiles como fragantes flores inéditas.

O puede que no sea así. Cabe la opción no del todo imposible de que el Hombre sea una especie de fábrica de introspecciones que después exporta para uso y disfrute del otro, de ese desconocido que vuelca apuntes contables durante ocho horas al día. Anochece.

Fuera, en algún lugar remoto de la casa, alguien teclea alegremente en un ordenador.