lunes, 14 de junio de 2010

Tarde de toros


(A J.M. López, por las tardes en el Nueve)

Era inevitable que la sombra de aquella tarde del 67 sobrevolara toda la conversación como una nube zaina y malaje, pero yo quería darle una larga al Chato y llegar a eso después.

La cita era en una taberna del gremio y a las cinco -como no podía ser de otro modo-llena toda ella de carteles, cabezas negras de bureles, fotos de verónicas apretadas y trasiego de vinos y aceitunas. En un rincón me espera Gerardo de la Vega “El Chato” y parece tener más indolencia que expectación ante una entrevista que llega después de tantos años. La mesa no es grande, pero la masa corpulenta del picador casi octogenario la convierte en minúscula, como el asustado vaso que sujetan sus manos enormes, rotas de campo y de bregas.

Después del trasteo, comenzamos por analizar su trayectoria y él agradece con la cabeza mi minuciosa documentación: los comienzos, las tardes de gloria y el modo de arrancar el caballo al tiempo que coloca la puya en todo lo alto del morrillo, se carga sobre el palo y sesga el caballo a la izquierda para que el toro salga por delante. Los ojos cansados se le van llenando de antiquísimas ovaciones recogidas en el tercio con el castoreño triunfal en la mano. De casta le viene al galgo: son tres las generaciones que acabarán con él, que siempre siguió soltero. Y feria va feria viene, vamos obligando al camarero que repite y se empeña con nobleza.

Avivado por los tres pares de tintos me empieza a hablar del Torero (él siempre se refiere a él así, como si no hubiera ningún otro que mereciera ostentar tal condición). Entró en su cuadrilla en el 64 y cuenta que fue entonces cuando se aficionó de veras a los toros, lo que no deja de tener gracia en alguien que ya ayudaba a apartar reses en la dehesa antes de empezar a acudir a la escuela. Con él sólo entraban los mejores y me relata con entusiasmo la apostura del que fuera su patrón tantas tardes, ese magnetismo inexplicable que da la fama y su modo de echar la pierna adelante pisando esos terrenos que no pisa nadie, haciendo arte como sin querer hacerlo, con el desmayo que no se aprende y que es sólo patrimonio de los elegidos. Todo lo tuvo en la mano y todo lo perdió por aquella mujer. Pilar se llamaba. Era la fulana de Abilio Fernández, el ganadero, que tenía un hierro de bravos en Salamanca, unos torazos encastados y tan grandes como su mala intención.

El Torero se fue detrás del guiño coqueto que le hizo ella desde el sol y se puso a la sombra de sus piernas suaves y tan largas como varas de picar sin calcular que, en este mundo de luces y capotes -como en todos, al cabo-, mandan los que mandan y que a nadie le sale gratis hurtarle la hembra a un jerifalte. El Maestro empezó a rondarla y a llevarla a la finca a pesar de los pesares del Chato, quien le advertía de una ruina cantada desde un afecto entregado e imposible.

Y así llegamos a la tarde que marcó tantos destinos. Gerardo nunca supo si el asunto estaba amañado de antes o si la sentencia fue por brindarle el primero a aquella mujer. El caso es que su segundo salió con algo en la vista que, al principio, era sólo una simple rareza en el embiste. Cuando El Chato movía al penco para colocarse en suerte ya había atropellado a un peón por ir al bulto, pero fue al pasar por el tendido de Don Abilio cuando vio en la ira expectante de su mirada la verdad: al toro le habían puesto algo en los ojos para que fuera quedándose ciego y, al llegar a la muleta, no obedeciera a engaños y que fuese el engaño de Pilar el que condenara a muerte al torero.
Y fue entonces cuando el Chato decidió la partida y descordó al toro con la puya.

Un profesional lo sabe. Hay un sitio preciso entre dos vértebras donde dejar inválido a un toro para que lo tengan que apuntillar en la plaza. Fin de la historia. Al volver al callejón entre insultos aún tuvo tiempo para volver la cabeza y ver al ganadero echando espuma por la boca y con la rabia del fracaso en la mirada. De la corrida nada más quedaron unas pocas crónicas airadas y algún recuerdo de aficionado antiguo.

El Chato sólo se llevó una multa, pero tuvo que retirarse y encontró empleo en un taller de coches de lujo, donde cambió la sangre y la pica por la grasa y el destornillador. En cuanto al torero, se fue con Pilar a Méjico y toreó una temporada más sin convencimiento hasta que otros cuernos distintos le hicieron aún más daño que las cogidas y nunca más se supo de él. Abilio Fernández se mató un par de años después en un accidente de tráfico, al regresar de un festejo en la plaza de Ronda.

Vuelve el sonido de la tasca. Lejanas comandas. Risas. Ruido. Pido la cuenta y hablo:
No voy a publicarlo, pero pude ver el atestado de la Guardia Civil. Resulta que Don Abilio se fue desmonte abajo por la curva de Los Lebrillos. Lo curioso es que no se encontraron marcas de frenado en el asfalto.
Qué faena, dice. Aún sigo preguntándome si no me estaba encajando un juego de palabras.

Le dejo unos segundos y algo de distancia. Igual fue cliente suyo, del taller, digo. Y él desparrama la vista por entre los azulejos de añil y mugre.
Cómo acordarse, concluye distraído el piquero con un hilito de voz, pasaba por allí tanta gente…

6 comentarios:

  1. No soy entendida taurina pero te digo que lo leído me ha gustado, más la frase final y que he pensado en sangre, arena y rojo. Y lo más extraño es que escuchab al Burgos contarme la historia cuando ni sé cómo es su vo porque nunca lo escuché. Eso sí que es raro.


    pd: la calle está abierta, promesa cumplida.

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  2. De las historias taurinas mas bonitas que circulan por ahí .... Y rigurosamente cierta.

    C.

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  3. Yo te sacaba por la puerta grande.¡Maestro!

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  4. ¡Ole, ole, y oleeee! Como bien dicen por ahí arriba: de lo mejor que he leído sobre historias taurinas.
    Se nota que dominas el mundo del toreo. Algunas palabras no las conocía.
    No me gustan los toros, pero sí las buenas historias, y ésta lo es.
    ¡Felicidades, maestro!

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  5. Inspiradísimo, compañero. Muy requetebueno este relato. Igual que una buena verónica.

    Un abrazo

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  6. Nothing, sí que es raro, sí. Yo tampoco conozco la voz del Burgos.

    Qué susto, C. Por un momento estuve a punto de poner a la realidad una demanda por plagio.

    Willows, gracias. Qué bien suena.

    Sinuosa, esa era mi pretensión: que el relato pudiera gustar también a quienes no le gustan los toros.

    Gracias Maestro Ocelote. Un placer compartir cartel contigo.

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