jueves, 8 de diciembre de 2011

Descubrimientos


Nadie sabe bien por qué, pero un jueves veinticinco de marzo, a las dos horas y treinta minutos, Sebastián Mazo Lopera decidió colocarse en la cabeza un gastado sombrero hongo que languidecía en el desván familiar desde hacía un siglo, todo él lleno de polvo y medio comido por la polilla. El hecho en sí no tendría mayor importancia si no fuera porque la constancia de ese comportamiento alcanzó límites preocupantes para los suyos desde el momento en que estuvo claro que no se trataba de una simple excentricidad pasajera. El sombrero (negro, roto, con brillos), coronó su cráneo a partir de entonces veinticuatro horas al día, sin que nadie fuera capaz de hacerle razonar al respecto. Pasado algún tiempo, su entorno más cercano aceptó la rareza como algo crónico y hasta el propio Sebastián olvidó, (si es que alguna vez lo supo) el motivo por el que ya nunca pudo dormir ni salir, ni asearse siquiera, sin el acompañamiento de lo que ya formaba parte de él, como una extensión de su ser, como si el descubrirse supusiera una amputación dolorosa.

Aquel día y a la misma hora –más o menos, no es cuestión ponerse quisquilloso en ese asunto- Mari Luz López Castillo, al volver de la boda de un pariente lejano, lanzó lejos los tacones y se cambió la ropa por otra más cómoda, pero permaneció con la pamela de raso puesta: primero por jugar, luego no supo por qué. Pero aquella noche durmió con ella y, al despertar, sintió un impulso convincente que la unió al tocado de manera tan tenaz como incomprensible. Y ya no hubo razones ni ruegos que evitaran tal desmán de lo correcto.

Mari Luz y Sebastián se encontraron un día, claro está.

Al principio, se hablaron por sentirse menos solos. No hubo preguntas que nublaran esa mutua comprensión. Caminando de la mano por la calle, eran, sin duda, una pareja peculiar.

Hasta que al primer abrazo y ya desnudos, se descubrieron para siempre.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Lo que nunca te conté


Publicado en el "Café de Artistas"



Fíjate qué tarde es, Teresa y yo aquí, charlando contigo tantas horas, valiente parrafada de un viejo, qué locura.

Todo lo que encierra esta noche de palabras, es todo lo que nunca te conté, todo de lo que nunca hablamos. No hubo motivos verdaderos para ello, tampoco los hubo para lo contrario, las relaciones siempre tienen más silencios que palabras, por mucho que se converse. Hay cosas que no se dicen por si acaso hieren, por si no se comprenden o por considerarlas carentes de algún interés, como algunos sueños; siempre tan hermosos al despertar y tan absurdos después del café de la mañana. Pero después ocurren cosas que convierten esas nimiedades en imprescindibles, en confesiones que quedarán por siempre pendientes, en arrepentimientos de declaraciones nunca nacidas. Son como semillas de trigo sin esparcir, que se quedan entre los dedos y pierden por siempre su vocación de verdor plegado al viento, de esponja de pan después.

Siempre falta tiempo, siempre.

Pero te lo cuento igual, aunque ya estés muerta, porque yo puedo oírte aún en el ajetreado vaivén de estas olas en las que te quedas respirándome, como al acostarnos cada noche.
Te lo cuento ahora que tu cuerpo tan desgastado es bruma incierta, peces, algas, espumas, sal. Ojalá corales.

Ya tan sólo eres ceniza, melancolía solemne arrojada desde este espigón sin nombre. Y ahora te lo cuento todo, ahora sí.

Por la remota posibilidad de que aún puedas escucharme.

domingo, 16 de octubre de 2011

Noches en la Península de Atahueke


(Publicado en el Café de Artistas)

Editado: Mi Amigo Jose me comentó el otro día que a este relato le iba bien esta música. Como no puedo estar más de acuerdo, la incluyo ahora. Y porque, si saber que le leen a uno es una sensación indescriptible, el saber que, además, alguien escucha una música y le recuerda a algo escrito por tí, eso ya es verdaderamente maravilloso.



Cuando acepté ese empleo en el Fondo de Ayudas Agrarias no pude ni imaginar cómo iba a afectar esa decisión a todo cuanto me ocurrió después. Mi tarea consistía en visitar viejos predios mal explotados, analizar la rentabilidad de los cultivos y hacer una serie de recomendaciones, que luego se traducían en una subvención estatal. Hasta ahí todo bien, el trabajo perfecto para un ingeniero recién divorciado, sin prisas ni ataduras, amante del campo y con una hija a quien su madre había decidido que él no viera en algún tiempo, para no crear esos traumas innecesarios que siempre se derivan de una separación dolorosa. En tan sólo un año recorrí miles de kilómetros y mi eficacia superó a la holgazanería promedio de mis colegas tanto que llegué a pensar que toda la productividad agrícola del Sur de los Estados Unidos descansaba sobre mis hombros como una losa amable y aceptada.

Un mes de junio aterricé en las baldías tierras de algodón de Cyrus Hale. La idea era echar un vistazo y escabullirme al día siguiente, momento en el que comenzaban mis vacaciones, pero el viejo me desaconsejó el único hotel del pueblo (hasta una rata vomitaría allí adentro, me dijo) y me ofreció una habitación para el tiempo que necesitara en su propia casa, una robusta construcción de madera y piedra que bien podría tener más de doscientos años. Al deshacer el equipaje sobre la inmensa cama desvencijada, sentí una especie de euforia difícil de explicar. Los olores, el aspecto apacible del hogar que nunca tuve, algo, no sabría definir el qué, me hizo sentir pleno y alegre. Y aunque, en ese momento, no tuviera ni la más ligera idea de que mi estancia allí iba a prolongarse tanto, esa misma noche decidí quedarme por más tiempo del previsto.

Durante los días que siguieron descubrí dos cosas: una, que es imposible aprender en mil años de Universidad todo lo que puede enseñarte en poco tiempo sobre tierras y cultivos un taimado y vetusto granjero del Sur. Otra, la segunda, que nuestro proyecto estaba abocado al fracaso mientras que gente inteligente como Cyrus descubriera que era mejor quedarse de brazos cruzados y cobrar las subvenciones que partirse el espinazo para cosechar unos cuantos miles de dólares de algodón, pagado en las cooperativas por debajo de su precio real. Pero, por encima de todo ello (y aunque pueda parecer mentira desde una perspectiva digamos convencional), esos días aprendí otras cosas de aún más valor, como escupir por el colmillo, hacer lazadas imposibles o acertar de una pedrada a una lata desde treinta pies de distancia. Eso sin contar con el prodigioso descubrimiento de que alguien pueda vivir en el siglo veintiuno confundiendo a Bush padre con su hijo sin que ello altere en un ápice el devenir de las estaciones, ni el de las noches y los días. Dicho de otro modo, en ese tiempo comprendí que la conceptualización entre lo necesario y lo superfluo había estado toda mi vida intercambiada, como una suerte de desajuste que, ahora, con el sol del atardecer templando el aire sobre el vuelo alocado de pinzones y ruiseñores, se recolocaba en mi mente adquiriendo de repente todo su sentido.

Mientras me entretenía en esa y otras filosofías, fatigué las sendas comarcales conversando con Cyrus. Yo le ofrecí mi corta experiencia técnica, que masticaba despacio como un buen aprendiz. Él me dio más, siempre daba más. Me habló de muchas cosas: de campos roturados, del gorgojo y de flores de algodón, de íntimos descubrimientos sobre la vida, de su novia Maggie y de lo importante que fueron para ellos lo que él denominó “los manejos del pajar”.

Resulta que un día, un glorioso día, hacía de ello mucho tiempo, ambos, Maggie y él, decidieron no esperar y se ofrecieron mutuamente, utilizando unos momentos de sus vidas para quererse. No emplearon muchas energías en arrepentirse de ello, sobre todo Cyrus cuando, sólo veinticuatro horas después, tuvo que asistir a un entierro del todo injusto porque ella, de vuelta a casa, había tenido la desgracia de cruzar su nuevo Ford con un árbol desprendido por el temporal. Sesenta años después -me confesó- había olvidado el recuerdo real de aquel encuentro, porque uno sólo tiene cabeza para recuperar la última vez que rememoró unos ojos, o una caricia y cada día, eso se acumula en la memoria y se falsea sin querer. Esa repetición distorsiona tanto la verdad, que lo único cierto era cuando, cada noche, volvía a sentirla a su lado y lo que era seguro, lo que de verdad le quedaba de aquel día impreso en el cerebro como una maldita fotografía, me dijo, era su mano (blanca, blanquísima) agitarse diciendo adiós desde la ventanilla de aquel automóvil verde y, por entonces, tan moderno.

Luego estaba Sam, su antiguo aparcero y compañero de fatigas, como una compañía omnipresente. Mantenían una amistad tan antigua que era más que probable que hasta ellos hubieran olvidado su origen aunque, seguramente, databa de los tiempos en que recorrían los campos descalzos y llenos de mocos. Pensé que su relación, como un círculo perfecto, empezó cuando ninguno de los dos sabía hablar y que después de años de contárselo todo, ahora pasaban la mayor parte del tiempo excluyendo otra vez el diálogo y entendiéndose de nuevo tan sólo mediante risas y miradas. Quizá por eso recibieron mi visita como una oportunidad de volver a comunicarse, una extraña situación en la que yo parecía ser sólo un pretexto, el espectador propicio para alargar las veladas del incipiente verano, después de la cena, mientras charlábamos de vaguedades en el porche.

Una de esas noches, Cyrus confesó que desde hacía treinta años, no había rebasado un círculo de unas dos millas a la redonda y tan sólo para pasear, acudir a la tienda de comestibles de Randy o ir a la iglesia. Pero no lo dijo con pena o arrepentimiento. Era una simple declaración, la constatación de un hecho que no parecía producirle ninguna sensación en especial. En un momento de la conversación, le sugerí que quizá un buen día debiera salir de la granja y visitar por fin la ciudad. Él tan solo esbozó una sonrisa, pero Sam, que se mecía a nuestro lado en una silla de enea, me miró con ojos chispeantes y estalló en una carcajada. La risa de Sam –pude escucharla muchas veces- empezaba como un susurro, como el pinchazo de un neumático viejo pitando a través de sus pocos dientes y explotaba después en la perfecta imitación de un motor de tractor a punto de arrancar para, por último, agotarse con lo que parecía una especie de ataque de asma.
-¿Salir de la granja? -Pudo articular al fin- ¿Cyrus? Pero si apenas pasa tiempo en ella.
Era como el séptimo día que estaba con ellos. Una semana entera, tal vez más. Como de costumbre, me fui a dormir desconcertado, dejando a los dos ancianos riendo, bebiendo Bourbon directamente de la botella y dándose codazos cómplices mientras los grillos cumplían su parte del trato, como la banda sonora más adecuada de la noche cálida en un remoto rincón del Estado de Tennessee.

Al día siguiente, el desayuno volvía una vez más a estar listo sobre la mesa de la cocina, nunca llegué a entender cuándo dormían esos condenados viejos. Pero esta vez todo parecía especial, como una celebración o una confidencia que no admitiera más demora. Algo se cocía esa mañana y no era sólo que las tostadas y los huevos hubieran dejado paso a un inesperado meat and three humeante, ni la torpe flor que descansaba en mi plato, como un animal muerto. Cyrus y Sam se miraban y me miraban a mí, con una cierta indecisión.

Y fue entonces cuando, interrumpiéndose mutuamente, ambos me contaron su secreto y me llevaron por primera vez de viaje hasta la lejana península de Atahueke.
Al principio la narración era tan confusa, que tardé un rato en captar qué demonios era Atahueke y, luego, dónde se encontraba tal lugar. La cosa se fue aclarando paulatinamente y me quedé con la boca abierta, escuchando, mientras el desayuno se enfriaba sin remedio.
Fue Cyrus quien que inventó inicialmente la Península en una noche de insomnio. Todo el mundo crea historias y deseos, sobre todo en los instantes tranquilos que preceden al sueño. Hay quienes protagonizan hazañas heroicas, los que viven amores románticos o imposibles, y los que, más sencillamente, le cantan las cuarenta a alguien con una cadencia perfecta que no admite réplica. El aporte de Cyrus fue crear un mismo lugar que fuera el escenario donde todo aquello sucedía. Le llamó Atahueke porque le encantaban las reminiscencias relacionadas con los indios americanos. Y lo que es más sorprendente, decidió que fuera una península –Sam opinaba que hubiera sido mejor una isla- para tener una mayor comodidad en los aprovisionamientos. El alcance de este nimio detalle merece una explicación. Cyrus era riguroso en dotar a sus invenciones de una cierta verosimilitud, por supuesto arbitraria, que para eso uno es dueño de sus propios ensueños. Eso significaba que unas cosas valían y otras no. Su criterio era claro al respecto aunque inexplicable y luego pensé que aquello era una decisión cabal, que existe una lógica interna que rige incluso la fantasía: Imaginación sí, ma no troppo, aunque sea uno mismo quien decida dónde se encuentra la frontera del demasiado. Allí, en la Península de Atahueke, fue donde Cyrus y Sam pescaron insólitas truchas, obtuvieron beneficios estratosféricos con imposibles cosechas de algodón gigante, vapulearon a Mohammed Alí, cantaron a coro con Elvis y vieron caer a sus pies a una rendida -y sorprendentemente rejuvenecida- Mae West. Cada rincón y cada lugar estaba resuelto con una precisión de geógrafo, cada historia era completa, cada suceso tenía su nudo, su desenlace y su explicación. Habían construido un mundo y lo habían hecho a conciencia, como artesanos mentales y minuciosos.

Cuando terminaron su atropellado relato era casi mediodía. Se hizo un silencio denso en el que ellos parecían buscar con avidez mi veredicto. Empapado de comportamiento sureño, hice una pausa teatral girando entre mis dedos el tallo de la flor marchita.

Impresionante, les dije al fin.

Sam escenificó su complicada risa y Cyrus Hale me miró a los ojos con la fijeza de los afectos recién encontrados. Aquella misma tarde conseguimos arrancar la vieja furgoneta que languidecía en el patio trasero y nos dimos una vuelta por la ciudad, de la que regresamos milagrosamente y de noche cerrada, borrachos como cubas y cantando a pleno pulmón, como si, en esa jornada, Atahueke hubiera aterrizado sobre el mismísimo centro de Memphis.

Unos días después acabaron mis vacaciones y abandoné la granja con una de esas despedidas simples y algo frías que nos sirven siempre como una impostura para ocultar los sentimientos y no dañar en exceso a la otra parte.

Y mientras descendía despacio por la extensa ladera que conduce a la carretera comarcal ya sólo pude escuchar el bullicioso silencio de los seres que no existen. Aquella misma noche y desde mi cama, iluminado y libre, empecé a esbozar el torpe prediseño de los bosques y las playas del lugar donde ahora habito. Por allí corre y juega mi hija Rachel y, cada domingo, vuelvo a comer con mis padres. Tengo grandes proyectos para realizar los muchos sueños que fueron alguna vez atropellados por la terca realidad. Mientras, durante el día, la vida sigue fluyendo con todos sus afanes, sus alegrías y sus prisas.

También he reservado un pequeño espacio al otro extremo de Atahueke donde visitar a Sam, Cyrus y Maggie, que beben y ríen cada noche desde sus mecedoras del porche, ante un flamante y llamativo Ford de color verde.

domingo, 25 de septiembre de 2011

A ciegas


Así, gracias, no me agarre por favor, déjeme a mí tomar su brazo caballero. Muy amable, eso es. ¿Que por qué he sabido que usted es un señor? Muy fácil, es por la colonia: Verá, los ciegos desarrollamos mucho las capacidades en los sentidos que nos restan y ese aroma… no sé, me es familiar, es una fragancia varonil y antigua, como de madera, tengo la marca en la punta de la lengua, ya me acordaré. No se moleste pero no me agrada, vaya a saber el motivo: los viejos decimos siempre la verdad aunque sea inoportuna, es nuestro único patrimonio. Ese y el de la pensión. Precisamente voy al banco a cobrar, es por eso que necesito cruzar La Castellana. En otras calles me arreglo solo pero esta son palabras mayores, una locura, tres avenidas en una, con sus correspondientes semáforos…

Ay, esa colonia. Los recuerdos van y vienen. A mi edad son esquivos los recuerdos pero qué poco puede escapar uno de ellos, siempre nos andan esperando, una y otra vez. Yo ahora sólo grabo en la memoria sonidos y olores pero no siempre fue de ese modo. Tengo también imágenes de antes de perder la vista. Caras, mi casa, las manos de mi novia, cosas así. Fue a los veintitantos, a causa de los golpes que me dieron en la DGS. Me hicieron la bolsa, la bañera… y una buena paliza, me zurraron de lo lindo y todo por una bobada… No, no. Suelte, ya digo que no hace falta que me agarre.
Por una tontuna, le decía, por conocer a gente del “partido”, entonces lo llamábamos así, ya ve. Parece ser que el cerebro tiene como habitaciones y a mí me rompieron el cuarto que aloja la visión. "Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios que, con magnífica ironía, me dio a la vez los libros y la noche". Me gusta recitar. Eso es de Borges. ¿Le gusta a usted Borges? Yo le leía mucho de joven. Pero para ironía, el que la última cara que recuerde sea la del comisario que me abrió la cabeza, con su bigotito muy de la época, con su voz y sus preguntas. Eso y cómo olía… El olor…

Lucky, por fin me acordé, así se llama esa colonia. Creí que ya no se hacía: Lucky for men. Como la de él. Igualita igualita a la que lleva usted, pero suelte, no tan fuerte.

Pare. Me hace daño, por favor suélteme, me está usted haciendo muchísimo daño.

martes, 30 de agosto de 2011

Las tres ventanas de Basilius Krupp


Imagen: Max Saúco.


«Cuando estoy en Internet, la vida real no es más que otra ventana y no necesariamente la mejor que tengo».
Doug, estudiante de empresariales.


1955. Lagartijas.

La puesta en escena siempre es importante. Por eso, el comandante Heinrich Krupp limpia su arma con cuidado. Se podría decir que emplea en esa actividad un interés algo afectado, al que se acostumbró en esos lejanos tiempos –heroicos y gloriosos- en que estrenó esa misma Luger reluciente, cuando su tambor aún no había escupido tantas muertes necesarias. Luego oficia la ceremonia de vestirse el uniforme, el mismo que siempre se negó a esconder o abandonar, el que le acompañó por media Europa bien doblado e inmaculadamente limpio. Al final le llega el turno a las condecoraciones, que impone de una en una con el fervor de cada recuerdo al que se asocian.

Cuando todo está listo llama al pequeño Basilius, que deja escapar con disgusto una lagartija a medio desollar. El comandante, con solemne seriedad, habla en alemán a su hijo antes de colocar la boca del arma pegada al paladar.
-Basilius, mírame. Tanta belleza hay en la muerte como en la vida, aprende a despreciar por igual ambos tránsitos. Mírame y corre, Basilius, corre. No me recuerdes, se libre, que nunca te ate ninguna pesadumbre. Mira de frente al dolor y vete.

Basilius desobedece a su padre por primera vez y no corre, sino que permanece quieto aún unas horas ante el cadáver, en atento silencio. El ruido brutal, el escenario, distinto y horrible en tan pocos segundos, el eco perdido de la voz de un muerto… Está lleno de curiosidad.
Luego se va.

Sin dar aviso a nadie. Sin apresurarse.


1988.-Batas blancas.

1988 no fue, decididamente, un buen año para Basilius Krupp. Fue el tiempo en el que aparecieron las batas blancas y las preguntas, los test y los informes periciales, una humillación que su padre jamás hubiera consentido para sí y que incubó en su alma el germen del odio y la venganza con mayor fuerza que las correas o los brazos de los celadores. Fue también el tiempo en el que comprendió definitivamente una verdad que se adhirió a su ser del mismo modo indisoluble que el olor de la celda o sus ropas ásperas y ajenas, la época en la que aprendió para siempre que en la mirada de aquellos hombres no había desprecio, odio ni compasión, sino el miedo inconcebible de ver en él el reflejo de sus propias debilidades, ese saberse iguales; la aterradora certeza de que sólo les diferenciaba el comportamiento y no la intención, que dentro de cada individuo palpita ese mismo monstruo al que ellos interrogaban, impostando una falsa profesionalidad y fingiendo una distancia inexistente: La morada del cobarde. Que todos ellos, en definitiva, hubieran querido ser y sentirse Basilius Krupp.
Aunque sólo fuera por un instante.

2010.- Chat-Room.

Dedos huesudos teclean con rapidez. Son ya los dedos de un anciano. Cada una de las salas que visita Basilius se convierte en un tablero de ajedrez, en una suerte de acertijo social. Por eso dejó los chats de jóvenes, demasiado evidentes, demasiado fáciles de resolver, para buscar los complejos entramados de los chats temáticos de adultos, donde se emboscan los mismos intereses de siempre (ser reconocidos, comunicarse, seducir), bajo la endeble excusa de los intereses compartidos.
Al ingresar en uno, comienza por observar, no participa apenas. Así, pronto se hace un plano general bastante fiable, que después perfila y disecciona con el bisturí de su desmedida inteligencia. Al poco tiempo, ya sabe quién es quién: el que miente o el que presume, el que busca consuelo. Quién gusta a cual; dónde está el troll y dónde su víctima.
Ha descubierto, todavía a tiempo, el ámbito óptimo para sus travesuras.
Cuando decide a quién va a matar –pues tanta belleza hay en la vida como en la muerte y es preciso despreciar por igual ambos tránsitos- pasa a la acción. Conoce ya de sobra el proceso: de la sala al privado, de ahí al Messenger, luego la foto, falsa desde luego. De ahí, a la cita.

Y llega el momento. Utiliza otra IP y entra:

Click on Guest4387 to change your name.

Esta vez ha elegido un nombre propicio.
Bad dice: Hola, soy nuevo. ¿Alguien k quiera hablar?

Sabe con certeza que, esta vez, la lagartija no le quedará a medio desollar.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Sin zapatos


Luz naranja en los párpados; código de barras son las pestañas. Cintura de espuma y disparo de sal en los labios.

(Escucha el sol, mira la brisa, acaricia el son de ola que te trepa por la piel.

Déjate ir, olvida los límites, la educación aprendida, la inútil geometría de lo correcto. Húndete en el silencio, en la cadencia de esas burbujas de quita y pon.

Y, después, sal caminando como si te desvistieras de agua, solemne, pura, visible. Gotas, estruendo y dunas).

La marea se escapa bajo la pisada. Es la arena un elegante anfitrión, promesa de paz, remedio antiguo para ese andar que tanto aflige el invierno.

El verano es, ante todo, la revancha del pie sobre el zapato.

lunes, 11 de julio de 2011

Nemo



(Publicado en "Cafedeartistas")

Cuando llegó el momento de elegir, me decanté por una enorme y espesa barba negra -salpicada de canas aquí y allá- junto a una abultada cabellera del mismo color y unas gafas con montura de pasta oscura y algo anticuadas. El conjunto resultaba sobrecogedor y, en cierto modo, quería significar un estúpido desplante dirigido a los que manejan el cotarro.
Lo cierto es que, al principio, la decisión fue más bien frívola. Yo, que siempre había sido rubio y lampiño, quise obtener la mínima ventaja que me otorgaba mi nuevo estado para realizar un cambio radical, para saber qué se siente siendo moreno y peludo, sólo porque nunca pude lucir ni un exiguo bigote sin que pareciera un alarde patético.
Después descubrí que todo el que se cruzaba conmigo por la calle se fijaba en mi aspecto de ogro de cuento, de intelectual maoísta y pasadito, siendo, a la vez, que me convertía en irreconocible de tan notorio. Esto es: lo que me señalaba me ocultaba y viceversa. Era inconfundible y, a la vez, profundamente anónimo. No es de extrañar pues que, en consecuencia, también decidiera en ese momento mi nuevo nombre: Nemo... Nadie.

Sí, ya sé, no es muy original que digamos pero no saben lo vulgar que era el otro, el nombre antiguo, el que, por supuesto, no estoy autorizado a desvelar. Los que manejan el cotarro son muy claros al respecto y, una vez visto de lo que son capaces, les aseguro que uno no tiene ganas de pringarse por una pijada. Además, recuerden su propio nombre, díganlo en voz alta, piensen en él. Qué… ¿acaso les resulta muy original?

Así que proveerme de esta nueva imagen fue lo único algo divertido en esta historia. Bueno, eso y las pequeñas bromas que gastaba a la Señora Meli. Pero eso vendrá después, vayamos por partes. De momento les contaré lo que cuesta adaptarse. Es inevitable que uno tenga ciertas ideas preconcebidas, fruto de los libros y de la tele, de modo que hay que ser práctico y aprender pronto las verdaderas reglas, porque allí nadie te cuenta gran cosa. (Aunque bien es cierto que tienen un lío de mil pares. Parece que en todos los sitios cuecen habas).
Por ejemplo: la regla número uno es que no puedes atravesar muros o puertas. Es decir, tienes consistencia física constante. Nada, pues de apariciones y desapariciones dramáticas. En cambio, eres resistente y extraordinariamente veloz, porque estás como hueco por dentro. Sí, como un puto Kent, en serio: He intentado varias veces fumarme un cigarrillo y el humo se escapa solo por todos los orificios del cuerpo. Sí, dije todos. De lo más humillante, estoy de acuerdo. Esta vaina, por supuesto, excluye comer. Y, lo que es peor, excluye beber. En cualquier otro caso, esto último sería un inconveniente, pero en el mío resultaba una verdadera tragedia.
¿Recuerdan a Dennis Wilson, el de los Beach Boys? Al parecer, iba tan borracho que se ahogó en una charca de menos de un metro de profundidad. Bueno, sólo diré que mi muerte no sólo fue ridícula sino que ni siquiera fue original, salvo que mi charca era aún menos profunda, lo que me otorga el dudoso mérito de merecer figurar con letras de oro en el Libro Guinness de los Idiotas, junto –quizá- a Hill, ese pequeño enclenque de la fila de los suicidas. (Se rumorea que se tomó dos frascos enteros de nuez moscada).

Respecto a las demás reglas, uno las va aprendiendo poco a poco, merced a un tedioso sentido de la experiencia. Ni sábanas, ni psicofonías, ni cadenas o aullidos nocturnos. No se duerme, nada de confidencias a los otros, (En consecuencia, no es posible reconocer o encontrar a tus iguales, aunque me consta que los hay a manta). Las uñas no crecen, no te ensucias, nada de caries, no envejeces. No puedes relacionarte mucho con alguien porque siempre llevas la misma ropa, imposible por otra parte salir a cenar. De sexo, ni hablamos… En fin. El aburrimiento más absoluto. Díganme: ¿Es esto muerte?

Así estaban las cosas cuando conocí a la Señora Meli.

Me encontraba, como de costumbre, ramoneando por entre los cubos de basura, encarando lo yo que llamo un Proyecto. En esta ocasión se trataba de recolectar cada día lo más valioso que alguien hubiera tirado. Confrontándolo con los del resto del mes, me hallaría ante el objeto finalista que, a su vez, competiría con los del resto de meses, para alzarse con el título de Artículo de Desecho del Año. El día había sido flojo y mi botín consistía en una cuchara de madera seminueva y un número atrasado del Muy Interesante. La decisión andaba competida.

Entonces la vi, con la pequeña en brazos y un gesto de cansancio y de honda tristeza clavado en sus ojos azules. Les mentiría si dijera que me enamoré a primera vista, porque fue a la segunda. O quizá a la tercera, pero fue para siempre. Y les aseguro que, en mi caso, eso es mucho tiempo.

A partir de entonces cambiaron mis rutinas y no había noche que no esperara expectante la llegada de la Señora Meli y de Raquel, poco más que un bebé, camino de casa. Fue por entonces y para llamar su atención, cuando empecé a hacer mis numeritos. Un día me quemaba la barba con una cerilla. Al siguiente, me encontraban haciendo flexiones sin descanso, otro más allá, haciendo equilibrios con un paraguas.... Un feliz día, la Señora Meli me sonrió al pasar. Considero para mis adentros ese día como el del comienzo de una relación.

Quizá no lo crean, pero los cinco minutos diarios que empleaban en cruzar la calle y entrar en el portal se convirtieron de tal modo en el eje de mi existencia que el resto del tiempo se convirtió en un fastidioso preámbulo, sólo dedicado a recordar –o anticipar- el alimento ya imprescindible de su sonrisa.

Lo que les vengo a contar sucedió unos pocos meses después. Lo se porque la pequeña ya caminaba sola. El tipo que las abordó en el cruce debía ser un conocido porque agarró a la señora Meli del brazo con familiaridad. Enseguida comprendí que algo no andaba bien y aunque los coches me hacían ver la escena con intermitencias, se hacía cada vez más evidente que se trataba de una discusión violenta.
Cuando vi el brillo de una navaja empecé a correr.
Ya les he dicho que soy rápido, pero los acontecimientos estuvieron a punto de serlo más que yo. Mientras sorteaba vehículos alocadamente, la navaja cayó al suelo en el forcejeo, de donde la recogió Raquel. Ellos dos seguían gritándose cuando me lancé sobre la niña, justo en el instante en que su boca iba a cerrarse sobre el filo. Ambos rodamos por la acera, mientras el peligro se alejaba tintineando sobre las baldosas de la calle.

Toda la vida asustándome de los cuentos de aparecidos y los que de verdad asustan son ustedes, me refiero a los vivos, a la gente normal.
Los dos nos miramos aterrorizados. Raquel, porque veía a un señor feo, todo pelo y barba, que la miraba. Yo, porque acababa de caer en la cuenta del manejo; que yo no era, a fin de cuentas, un fantasma.

Que lo que yo era, en realidad, es un puto Ángel de la Guarda.

martes, 5 de julio de 2011

Elogio de la brevedad

Muchos libros son, a veces, muy largos: exagerada e inútilmente largos.

Uf, ya queda dicho. Dejar constancia escrita de semejante herejía es, sin duda, la parte más difícil de esta entrada. Quepa en mi descargo la autoridad moral que confiere el hecho de haberme tragado volúmenes y volúmenes cuyo número de páginas ya era disuasorio aún antes de empezar a leerlos. (Hace años tenía siempre el empeño idiota de acabar todo libro que empezara, sin dejar pasar una línea. Con los años me he curado de ese hábito. Sólo Dios sabe el tiempo que me he ahorrado).

Un largometraje suele durar noventa minutos, un anuncio veinte segundos, una representación teatral en torno a dos horas, un soneto catorce versos exactos, y así con todo. Existen motivos para ello, tanto referidos a las exigencias de exhibidores, público y productores como a la costumbre o al tiempo máximo psicológico de atención, pero… ¿por qué las novelas (a ellas me refiero cuando digo “libros”) tienen una extensión tan variable? ¿Por qué nadie marcó un estándar -digamos unas trescientas páginas-, aún con las lógicas excepciones?

He llegado a sospechar que la industria editorial actúa como los pescaderos, que primero pesan la pieza entera para calcular el precio y, después, lo limpian y te entregan la parte útil con la única diferencia que, en el caso de las novelas, te entregan el exceso sin preguntar y, además, las páginas sobrantes no sirven ni siquiera para hacer un buen fumet. (Se de una obra muy conocida que incluye, junto a la historia, un manual de “bricomanía” explicando cómo construir una catedral de forma sencilla).

Por el contrario, sería ventajoso que los libreros experimentados obraran de este modo:

-¿”El clan del oso cavernario”? Excelente elección, lo acabamos de recibir, está fresco, fresco. A veinte euros. ¿Se lo limpio?
-Sí, por favor. Es para leer este verano.

Entonces y con una habilidad envidiable, el viejo librero, provisto de un cuchillo bien afilado, cortaría fragmentos de aquí y de allá y añadiría:

-¿El señor se llevará en bolsa aparte las minuciosas descripciones botánicas?
-No, muy amable, está bien así.

Y estaría bien. Aunque sólo fuera por las pobres estanterías, estaría bien.

Existe, sin embargo otra razón más sutil, pero antes de mi alegato, llamaré al estrado a dos testigos. El primer testimonio es de Borges, de quien son estas palabras:

“Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos."

Claro. Borges no escribió una sola novela en toda su vida, únicamente poemas y relatos. ¿Cabe la posibilidad de que dijera eso por despecho? ¿Que no escribió libros extensos porque no sabía o no podía hacerlo?
Quizá nos lo aclare el segundo testigo: William Faulkner quien, aunque cultivó todos los géneros, ha pasado a la historia como uno de los mejores novelistas norteamericanos:

"Todo novelista quiere escribir poesía, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, y al volver a fracasar, y sólo entonces, se pone a escribir novelas."

Estoy de acuerdo. Pero, claro, hacer poesía “bien” es jugar en el patio de los mayores. No está al alcance de cualquiera.

En fin, que en literatura, como en todo, es más complicada la síntesis que la glosa y que, en los tiempos que corren, (descargas desde Internet, inmediatez, cambios en las costumbres, falta de tiempo…) más vale tomarse el tiempo de entregar el producto sin espinas.

Termino rescatando de la última novela de Montero Glez, “Pistola y cuchillo”, (una delicia de 125 páginas sin nada que le sobre o que falte), una copla de Camarón, de origen desconocido que encapsula en tan solo tres versos todo el universo de los antiguos amores rondados a través de las ventanas de Andalucía:

Una reja es una cárcel
con el carcelero dentro
y con el preso en la calle.


¿Cabe decir más con menos?

O, como dijo Juan Belmonte cuando su mozo de espadas le traslado una queja mayoritaria del público respecto a la brevedad de sus faenas, siendo estas tan perfectas: “Pues, si les ha gustado, que vengan mañana que toreo otra vez”.

lunes, 20 de junio de 2011

El Juego

(A modo de experimento. Es largo, aviso. Lo digo para los que sois más de impresora)

Capítulo 1: INTRODUCCIÓN.

1.1 Descripción del juego.

Participan en el juego 60 jugadores.

Por sorteo, 30 de ellos jugarán de blanco y 30 de negro. Esto no significa la creación de dos equipos, (puesto que el objetivo del juego es individual y el entorno competitivo) sino que simplemente determina las cosas que unos y otros pueden o no pueden hacer y, en consecuencia, marca las estrategias posibles.

Durante la partida (que tiene una duración de cinco horas), los jugadores deberán fabricar aviones de papel de diseño libre. Cada avión tiene que fabricarse utilizando un folio y en la elaboración de cada uno de ellos no podrán emplearse más de dos minutos.

Para ello, cada jugador blanco recibe al comienzo un número variable de folios, nunca menos de 8 ni más de 12, aunque existen excepciones. El número exacto de folios de cada jugador blanco (así como la calidad y grosor de su lote de papel, que también es variable), es un dato que, en principio, sólo conoce (o en el segundo caso intuye) el jugador blanco correspondiente.

Los jugadores de negro no reciben papel, pero son los únicos que pueden fabricar aviones. Así pues, cada avión terminado tiene dos propietarios, uno de blanco y otro de negro. Ambos firmarán el avión para certificar su autoría.

Ningún avión puede ser probado por los jugadores hasta el final del juego.

1.2 Objetivo

Al finalizar la partida, un juez imparcial lanzará uno a uno todos los aviones y, después, trazará una línea horizontal en el suelo. Todos los aviones que queden por delante de esa marca serán ganadores y todos cuantos queden por detrás serán destruidos.

Por motivos de presupuesto del juego, el lugar concreto de trazado de la línea lo determina el resultado global en cada partida y es en consecuencia imposible para los jugadores saber de antemano si los aviones ganadores serán muchos o pocos.

Aquellos jugadores que no logren que ninguno de sus aviones se salve, serán eliminados. Los que sí lo logren, tendrán derecho a participar en la siguiente partida y recibirá la cantidad de 1.000 unidades monetarias multiplicadas por el número de aviones propios que hayan cruzado la línea.

1.3 Campo de juego.

El terreno de juego está formado por un gran patio central alrededor del que se encuentran 30 habitaciones o despachos. Cada una de ellas es asignada a un jugador blanco, aunque cualquier jugador puede entrar y salir de todas y cada una de ellas libremente.

La habitación cuenta con una mesa y dos sillas. La mesa tiene dos cajones, cuya llave custodia el jugador blanco. En un cajón guardará su lote de folios y en el otro los aviones terminados. Fuera de este ámbito, hay una sala de descanso en la que todos los jugadores, blancos y negros, deben permanecer por espacio de cinco minutos cada período de media hora, aunque cada uno puede elegir el momento que le sea más propicio durante ese período.

1.4 Otras normas.

- Puesto que para un jugador blanco es imposible, en principio, saber a priori la destreza manual de un jugador negro determinado, éstos portarán una baraja de naipes. La habilidad con que manejen las cartas supone el único indicio de su habilidad manual genérica.

- Unos vigilantes patrullan el terreno de juego. Si, en algún momento de la partida encuentran una habitación vacía, pueden forzar el cajón de los aviones y destruir todos o parte de ellos.

- Un jugador blanco puede en cualquier momento deshacer un avión terminado alisando el papel para entregarlo a otro jugador negro con el que pacte su reconstrucción cambiando la anterior firma. No estará obligado a referirle ese cambio al antiguo autor, pero este, por su parte, tendrá derecho a destruir el avión reconstruido si presencia el pacto.

- Por último, esta permitido cualquier acuerdo o alianza, tanto bilateral como multilateral, pero también se permite incumplir lo pactado, ocultar información y mentir.



Capítulo 2: TÁCTICAS Y ESTRATEGIAS.


(Extraído de “The Game: Tactics and Strategies for Black and White players” C. Wardin, 1859)

“Un primer análisis permite una aproximación básica hacia los puntos fuertes y débiles de cada color en el juego.

Parece claro que los jugadores de blanco tienen la gran ventaja inicial de ser los propietarios del papel, lo que les otorga la perspectiva de asegurarse la participación en el lanzamiento final de tantos aviones cuantos folios detenten, siempre y cuando encuentren una estrategia para salvaguardar sus unidades terminadas, lo que les hará más propensos a la conciliación y a los pactos de mutua ayuda.

Además, pueden elegir a un jugador negro que demuestre su valía (inicialmente con la baraja, luego con los primeros aviones), pero también pueden descartarlo en cualquier momento para tratar de encontrar a otro jugador más competente.

Como factor en contra, cuentan con un número menor de aviones potencialmente viables que un jugador negro y su vinculación al cuidado de los aviones es mayor, pues saben que las unidades que guardan en el cajón son siempre de su propiedad, sin ningún resquicio de duda.

Los negros, por su parte, tiene más posibilidades de completar aviones propios (potencialmente todos), pero también juegan en un entorno más competitivo y de mayor incertidumbre, lo que les hará más propensos al riesgo, la combatividad y la desconfianza. Una estrategia equivocada puede dejarles fácilmente fuera del juego, incluso teniendo sobrada capacidad técnica.

Bajo estas condiciones, los jugadores blancos tenderán más a esperar la aparición de un jugador negro razonablemente bueno, le hablaran maravillas de su papel, le exigirán amplias demostraciones de maestría y después tratarán de vincularle a la habitación: primero con la entrega de muchos folios seguidos y después por la necesidad de ambos de compartir la custodia del cajón de aviones terminados.

Para los jugadores negros es también vital acabar por vincularse a una habitación. Tenderán a presumir de pericia con las cartas, a intentar probar varios tipos de papel y, al encontrar uno conveniente, vigilarán para que sus aviones no sean cambiados, aún con la pérdida de otras oportunidades que ello conlleva…”(Op.cit. pág 25)


“Los pactos entre dos o más jugadores blancos para retener a un buen jugador de negro con la promesa de una mayor suma de folios suponen una de las más productivas estrategias, aún con el inconveniente de dejar abierta la posibilidad a la traición entre blancos, para eliminar aviones rivales.

Todo apunta, pues, a que la estrategia más estable a lo largo del tiempo supone la creación de pares estables blanco-negro, que incluyan, eventualmente, pequeñas traiciones por parte de ambos. El blanco ocultará su número exacto de folios para aprovechar algún descanso de su pareja y crear o rehacer algún otro avión con un tercero, diversificando sus posibilidades por si su compañero no era finalmente tan bueno.

Este a su vez, tenderá a aprovechar sus propios descansos alargándolos para tratar de conseguir crear algún avión en otra o en varias habitaciones.

Así las cosas, la amenaza para el negro consiste en acabar cuidando un cajón lleno de aviones ajenos, por lo que no descuidará en exceso la vigilancia, mientras que el peligro para el blanco consiste en un hipotético abandono por parte de su compañero si, en sus expediciones, encuentra a un blanco con mejor papel y se alía con él, dejando al primer socio solo para cuidar el cajón…”
(Op. cit. Pág 220)


Capítulo 3: EL JUEGO EVOLUCIONADO.

(Extraído de “Phsicology and behavior in advanced Game” de autor desconocido. 2030)

“Desde hace muchísimo tiempo, algunas características secundarias del juego han cambiado, aunque sin afectar a las reglas esenciales.

Ahora los jugadores son más numerosos, el campo de juego es de enormes proporciones y las partidas duran mucho más tiempo. Esto, unido al hecho de un inusitado avance en la pericia de los jugadores y la calidad de los folios, ha propiciado cambios en las actitudes y conductas de los participantes, aunque no en las estrategias básicas.

Estos han aprendido partida a partida (ahora se llaman “generaciones”) a neutralizar la actividad de los vigilantes (en argot “las plagas” o los “depredadores” según el lugar), por lo que, al menos en algunas zonas del campo de juego, las pérdidas y roturas de aviones son mucho menos frecuentes.

Aunque se siguen fabricando y rehaciendo aviones con profusión, a veces es sólo por divertimento y algunos jugadores terminan por guardar sólo unos pocos (porque saben que son suficientemente buenos para ganar y seguir jugando) o hasta ninguno (porque han perdido interés en el incentivo de los premios frente a la indudable carga que supone vigilar el cajón)

La enorme duración de las partidas no ha ido acompañada de un incremento en el número de folios, por lo que los jugadores tienen mucho tiempo libre que utilizan para actividades ajenas al juego, como chismorrear, modificar y adornar el terreno, inventar historias o fabricar cosas, a menudo inútiles, que después intercambian entre ellos. También esa ociosidad les ha conducido a formar grupos y clanes y no son infrecuentes los conflictos y las peleas (sobre todo propiciadas por los combativos negros) que, en ocasiones, presentan una inusitada violencia.

Olvidando que la adjudicación del uniforme es sólo fruto del azar, los jugadores de cada color tienen a veces un cierto resquemor hacia los del otro y critican sus tácticas, como si estas fueran fruto de su personalidad y no un derivado lógico de las normas que rigen la actividad. No obstante algunas asociaciones de blanco-negro acaban teniendo una cierta continuidad, pues es mucho el tiempo por llenar y se acaba estableciendo un afecto entre ellos que, al principio, suele ser arrebatado. También existen jugadores que prefieren asociarse con otros de su mismo color para jugar a las cartas o con los papeles, según los casos. Se dice que, en ocasiones, hasta algunos han logrado teñir su propio uniforme.

Por algún motivo, la construcción de aviones se ha convertido en un acto que produce vergüenza, por lo que suele realizarse a puerta cerrada y, a veces, hasta a oscuras, tal es ya la pericia de los jugadores.

Todos estos factores unidos, les han distraído del juego, separándoles del espíritu inicial y del objetivo: Demostrando una cierta prepotencia, muchos de ellos llegan a renegar de su condición de participantes y creen haber sido elegidos o destinados por los organizadores para fines más altos. Existen diversas teorías en relación a ello, pero son más las incógnitas, por lo que las palabras “Game Over” son a menudo evitadas o pronunciadas en voz baja y con un respeto reverente.

En este sentido, la figura del Juez (o jueces) encargados de lanzar los aviones es venerada en muchas zonas del terreno de juego. No tienen modo de saber que este juez es un escalón ínfimo en la escala jerárquica de la Organización, pero al ser su única referencia, han decidido sacralizarlo representándolo (puesto que nunca lo han visto) con la forma de un jugador de negro (por una imposición un tanto injusta) e imaginándolo infinitamente bondadoso para con los jugadores. Estas representaciones iconográficas llenan zonas enteras del patio central y algunas habitaciones. Algunos jugadores blancos, que no acaban de decidirse y no encuentran a tiempo a un constructor conveniente, se entretienen confeccionando vestidos de papel para estas imágenes.

Quizá para compensar, también se mitifica a una legendaria y antiquísima jugadora blanca de quien se dice que fue capaz de hacer volar un folio nuevo (purísimo y sin doblez alguno), más lejos que cualquiera.”

jueves, 2 de junio de 2011

Lo nunca visto


(Publicado en el "cafedeartistas", la verdad es que no sé cuando)

Nació entre brezos, bajo lunas encantadas. No la quiso el destino en macetas ni arriates, fue flor corsaria.
Baños de luz y de agua educaron su rostro perfecto, inédito milagro. Hubiera preferido para sí un fin más alto: reventar una solapa, dejar secar su belleza entre las páginas de un libro... o mejor aún: ser el oráculo de un amor incierto.
Pero creció remota y oculta, con la incesante disciplina de un espejo reflejando la habitación cuando ya nos hemos ido: fue inútil empeño, carta extraviada, beso sin boca.
Pasaron los días –toda una vida- y languideció añorando esos ojos que nunca la vieron. (Hasta los insectos desconfiaron de tan cabal geometría).

Vivió.

Y un atardecer, un soplo de brisa esparció sus últimos restos ensangrentados por el aire, que, bien visto, es la sustancia por la que transitan todas las miradas.

domingo, 22 de mayo de 2011

Sol en Sol


Este viernes por la mañana he vuelto a Sol, de donde nunca me fui del todo. Allí nací y allí viví hasta los doce años, de modo que paseo como simpatizante pero también disfruto del sentimiento, (algo presuntuoso, por otra parte) de ser una especie de anfitrión de incógnito. Allí, en ese lugar que ahora encuentro tan distinto, aprendí a jugar con mi hermano, asistí desde un balcón a remotas nocheviejas, compré mis primeros tebeos y corrí sin motivo por última vez. Al fin y al cabo, la infancia sigue siendo por siempre la patria de uno.

Veo carteles hermosos de tan pobres. Sábanas, cartulinas y hasta folios declaran ingeniosas invenciones esculpidas por un rotulador, viejas consignas que vuelven a parecer jóvenes y muchas otras que llaman a un civismo que no dé razones a los que buscan excusas. Asisto a una indignación absolutamente digna.

Eso es lo que veo. Y además veo a personas honestas: el motor eterno de los que no se conforman, la demostración de que años de educación han conseguido que las revoluciones, mal que pese, ya no son protagonizadas por turbas sino por gente que ha logrado ser el “hazmepensar” de Europa y del mundo entero. Y entonces me siento orgulloso.
Orgulloso de mi país, de mi ciudad y de “mi” plaza.

(Por encima del estrépito, Carlos III parece sonreír desde su caballo. Creo que le gusta ver todo esto y que suscribiría muchas de las demandas. El Oso, por su parte –desplazado de su ubicación por decisión municipal- araña con fuerza el madroño de bronce y lamenta perder su protagonismo en el evento. Los mamelucos de hoy en día no se acaban de enterar de que están cargando de nuevo contra ellos, pero esta vez sin cuchillos ni lanzas)

Un chico al que pregunto dónde puedo firmar mi apoyo me acompaña hasta una mesa de camping haciendo zigzag entre la gente. No me indica, me acompaña. Por el camino le pregunto cosas y me cuenta. Muchos tertulianos profesionales carecen de su criterio y mesura. En la mesa de adhesiones me precede una pareja de jubilados. Son franceses. Dicen algo ininteligible, firman y se van sonriendo cogidos de la mano. Es entonces cuando me sale la vena literaria y fantaseo con la posibilidad, no del todo descartable, de que esta pareja fundara su amor en otro mayo lejano, allá por el 68, cuando yo empezaba a caminar torpemente por la Puerta del Sol de la mano de mi padre. De ahí la ternura de su firma compartida, de ahí su arrebato solidario. De ahí su sonrisa cómplice.

Nadie sabe aún cuándo y cómo acabará toda esta hermosa lección. Que nos quiten lo bailao. Yo, por mi parte, mientras remontaba la calle de Alcalá con mi sensación de dignidad y mis recuerdos, no pude por menos que pensar en las historias individuales que se derivarán de esta situación colectiva. Y en cuántas amistades inquebrantables y amores incondicionales se estarán fraguando en estos días sobre el fondo de ese escenario soleado de tiendas de campaña, toldos y viejas sillitas plegables.

Hoy hay elecciones. Yo ya tengo la mía.

(He vuelto. Mañana me pongo al día en las muchas cosas que tengo que comentaros, Sinu, Ocelote, Muufi, Willows, C y compañía. Pero esto era urgente hoy)

lunes, 3 de enero de 2011

La plaga

(Imagen: Max Sauco)

Fausto nació perverso, guapo como el demonio y haciéndose presente con berreos inútiles que nunca pudo intercambiar por consuelos, así que aprendió enseguida como sacarle partido a cada esfuerzo. Creció sin madre y con un padre que se buscaba la vida mientras se perdía las ajenas, incluida la de su molestia hecha hijo. De este modo, la prenda cambió enseguida el colegio por la calle con la ventaja de su inteligencia, su abandono y el encanto de chico apuesto que subrayaba con esos ojos azul mate que, ya por aquel entonces, te miraban a navaja.

A los nueve descuadraba las cuentas al encargado de los billares y a los doce recién cumplidos distraía carteras en el tranvía y por la Plaza Mayor y se las entregaba sin billetes a los guardias y a los transeúntes a cambio de una propina suplicada con ese gesto inocente que es sólo patrimonio de los niños pobres. En los cincuenta -ya adolescente- se acopló por la calle de la Victoria, revendiendo papel en San Isidro y aprendiendo a tasar como nadie según cartel, sabiendo de los tendidos en los que antes se amansa la sombra. Fue un reventa de los de ley, de esos que, si jabonan, nunca ponen las entradas a precio y que se comen seis filas vacías si es menester antes que cederle el paso a la deshonra. Luego vino el güisqui, el tabaco y el material de liturgia proveniente de peristas en iglesias de pueblo comandadas por párrocos con tanta ambición como incultura: todo lo que se tiene al alcance tiene precio, todo se vende, en todo hay beneficio si no se tiene miedo.

A esas alturas, tenía una docena larga de chicas por Desengaño y Gran Vía que se morían por verle un gesto de barbilla y una sonrisa. Se quedó con las de pelo claro y gen propicio y les adentraba una herramienta descomunal, caliente y dura como metal de fragua con tal tino que cada espasmo era una imposición a plazo de nueve meses, con el rédito de un querube rubiasco y hermoso que, por trescientos del ala, colocaba a las familias pudientes que no podían engendrar. A cien mil el kilo de llorón, sobre poco más o menos. El Fausto amparaba su trapicheo argumentando que devolvía el pan a quien sí tenía dientes, en una especie de acto de justicia. Justicia pagada eso sí, que, al fin el bisnes es el bisnes. Y a las jebas que le hacían de vivero, cuarenta semanas fuera de la calle a cuerpo reina, diez papeles por las molestias y tos contentos, de modo que la semilla indecente se fue propagando por los barrios bien como reguero de pólvora.

Al Fausto muerto se le encontró sin costuras y con la sangre por fuera en una bocacalle de Mesón de Paredes el día de Año Nuevo del sesenta y seis. Nada más hizo la policía desconcertada sino informar del deceso del ciudadano Fausto Molero García y archivar el papeleo. Al sereno que lo encontró, le borraron de la declaración el detalle de unas huellas como de chivo o de cabra alrededor de la masacre del cuerpo vacío, por no alimentar la leyenda.

Y al poco, cada familia plín que compró el producto tuvo su parte alícuota de la plaga, observando con aprensión al heredero, tan malo siendo tan guapo y teniéndolo todo en la vida, mientras el rorro se las apaña para desviar la vista hacia otro lado con unos ojos azul mate donde se empieza ya a atisbar un mirar agudo que tiene el mismísimo son de una navaja afilada.