domingo, 12 de mayo de 2013

Nana de invierno

“La gente recuerda bastante mal. Pero las sociedades recuerdan bien, el enjambre recuerda, codificando la información para burlar a los censores de la mente, transmitiéndola de abuela a nieta bajo la forma de pequeños fragmentos de insensateces que no se molestarán en olvidar. A veces la verdad se mantiene viva a sí misma de maneras tortuosas pese a los tenaces esfuerzos de los guardianes oficiales de la información.”
Terry Pratcher (Lores y Damas)


Era invierno y había un columpio.

El columpio del parque era el mismo que el de verano, pero parecía otro. Aún en la distancia, casi podías notar el tacto gélido de los eslabones de hierro o percibir la humedad profunda del tablón lleno de grietas. Por debajo, el hueco horadado en el suelo –en verano todo polvo árido- es ahora un barrizal negro, con los algodones sucios de las últimas nieves de enero remoloneando en los lugares donde apenas llega un sol debilitado, que ahora comienza a ocultar su cansancio detrás del horizonte picudo de la sierra.

Marcos cerró la cortina y pensó que el columpio (en invierno), se hallaba amputado de los niños bulliciosos que no regresarían hasta mayo, con el estómago lleno de merienda y la cabeza llena de juegos y canciones. Las mismas canciones de su infancia y de la infancia de su madre. Y de su abuela. Y así hasta…

Mientras preparaba la cena, se sorprendió a si mismo canturreando y tuvo que esforzarse para recuperar el proceso de asociaciones que le habían conducido del columpio a las tonadas: “Aserrín, aserrán…”. Al pensar en ello fue cuando, en el bolsillo trasero de su memoria, encontró el recuerdo de una sombra fugaz moviéndose en el jardín hace sólo unos minutos, tal vez tras el seto que rodea el columpio. ¿O no fue entonces?

Para el que vive solo, las horas previas al sueño son un tránsito que tiene un algo de melancolía, algo así como una bolsa llena de ausencias contra las que lucha la voz -tamizada por la distancia-, del presentador de las noticias en una televisión prendida por costumbre. Se ha declarado la noche. “Entran en el huerto/pican los sembrados/por eso te digo/ que tengas cuidado”. Algún ruido por ahí fuera, uno se acostumbra. A los ruidos sin origen cierto los acrecienta el silencio. Esta vez se diría que parece el crujir del hierro y la madera en movimiento, otro día parecerá otra cosa, da lo mismo. Mañana toca madrugar. Marcos se acuesta y casi disfruta del primer escalofrío, que pronto calmará la tibieza de las sabanas limpias. Y ya la única luz que queda es la claridad verde del despertador digital anunciando las doce y media, “duérmete niño, duérmete ya…”

Hay un momento preciso en el que la pelea entre querer creer que todo va bien y saber que no es así se decanta de modo definitivo. Y ya no hay manta que cubra lo inminente.

“…que viene el coco…”

Es entonces cuando la puerta del dormitorio se abre de golpe. Marcos comprende de repente algunas cosas. Una de ellas, la que más importa ahora, es la certeza de que algo inevitable va a sucederle y que, acaso, debería de haberse dormido antes.

domingo, 31 de marzo de 2013

El Caza

En esta profesión la fama llega así, de un día para otro; sin que tengas tiempo para darte cuenta. Estás viajando en metro con una vieja bolsa de deporte y unas botas usadas y, al día siguiente, eres la portada de un periódico deportivo. Sin más. No hay transición ni más mérito que el una cierta destreza a la hora de golpear un balón con los pies. Y todo lo que me ocurrió en los años que siguieron no hizo sino consolidar esa sensación de desconcierto. Tantos músicos, políticos, intelectuales, gente de auténtico talento, con los que llegué a tratar y los fotógrafos buscándome a mí, a un simple futbolista.

Al principio el cambio es abrumador: los contratos, el dinero, la prensa, los autógrafos, el bramar del público… sólo por parar la pelota y enviarla a un compañero, qué locura. El esférico se convierte en la única razón de ser de una existencia atropellada en la que no queda tiempo para pensar. Marcas goles, anotas tantos, bates al meta, perforas el marco, elevas los brazos y te encuentras con la grada baja llena de personas que parecen alegrarse aún más que tú, así que la vergüenza de defraudarles te hace mostrar una falsa bravura triunfante, como de héroe antiguo o de gladiador.

Pero fue Imanol Martí, el periodista deportivo, quien creó el mito, quien desbordó las cosas de modo irremediable, quien supo ofertar a la gente lo que la gente siempre espera: asistir al prodigio, ser espectadores del milagro y en consecuencia, un poco protagonistas. Poder contar: yo lo vi, es el mejor. Mejor que Pelé, Messi y Maradona juntos, nunca hubo uno igual, yo lo vi. Fue a cuento de una jugada que yo repetía sin querer. Al recibir el balón cerca del área, abría los brazos en horizontal, para equilibrarme y decidir. Cuando veía el hueco, aceleraba entre los defensas, sorteando rivales hasta colocar el balón fuera del alcance del arquero. No se si era el primero en hacerlo, seguro que no, pero el reportero tituló al día siguiente: “Despega el caza”. Y ya nunca más fui Jaime Perea, el chico de barrio que triunfó en el mundo del fútbol.
Ya -y para siempre-, fui el Caza.

Años después, cuando ya llevaba escolta, cuando era impensable salir a la calle como los demás, cuando fui aclamado como el mejor jugador de la historia, el propio Martí publicó mi supuesto romance con Lupe Ivana, una actriz de moda a la que jamás había visto en persona. Sé que no era cálculo ni estrategia lo que impulsó a Lupe a llamarme, divertida, para comentar la noticia. Fue su simpatía, su distancia de personaje acostumbrado a la voracidad mentirosa de la prensa lo que me cautivó en primer lugar. Dos días después éramos amantes. Al poco, ella ganó el partido y su risa me abandonó, dejando en mí una huella más perdurable que las cicatrices de las patadas de los rivales o los mordientes destrozos de las lesiones.

Aún tengo guardado el recorte: “El Caza se retira.”
Siempre había buscado una humilde perfección en lo que hacía, siempre entrené y jugué con dedicación. Fui consciente de mi extraño don y de que nunca hubo equilibrio entre la poca importancia que yo le di y la mucha que le atribuyeron los demás. Por eso me impactó tanto la –de nuevo- falsa noticia, porque era verdad sin serlo, porque describía mis sentimientos de forma exacta, porque explicaba lo que me sucedía desde hacía tiempo mejor que yo mismo. Intenté incluso hablar con el periodista, -de nuevo Imanol Martí-, pero se trataba de un freelance cuyo teléfono tenía las llamadas restringidas.
Aquella tarde fallé dos penaltis.
Al acabar la temporada me retiré.

De alguna manera lo estaba esperando, era inevitable.
Se trata de una pequeña nota en el diario, al final de la sección de deportes. Viene sin firmar, pero no hace ninguna falta. Enseguida he relacionado ese malestar, ese dolor indeterminado en la boca del estómago que me acompaña últimamente con la noticia escueta, tan solo un titular: “Jaime Perea, el Caza, aquejado de una enfermedad mortal”.
Ahora visitaré a los mejores médicos. Me harán un montón de pruebas y de preguntas y yo a ellos, aunque hay un único dato que de verdad tenga para mí algún interés y es cuánto tiempo voy a vivir aún.
Pero la respuesta a esa pregunta sólo la tiene alguien inaccesible y aterrador. Alguien cuyo teléfono tiene las llamadas restringidas.

martes, 19 de marzo de 2013

"The Company of Myself" (Post Scriptum)


En estos días, varios lectores del blog me han trasladado su falta de comprensión acerca de la última entrada. Como quiera que les conozco y como no tengo dudas respecto a su interés e inteligencia, hago esta aclaración a la vez que reconozco mi “falta” al no haber sido capaz de escribirlo con la claridad debida.
Deduzco, además, que otros muchos lectores que me son desconocidos habrán pensado igual, de modo que esta explicación es también para ellos.

Mi primera intención fue la de plantearme el reto de escribir un correo electrónico que fuera en sí un relato, sin ningún otro aditamento ni explicación contextual. En este caso, se trata del empleado de una empresa de videojuegos (“Alvin Games”) que escribe a su jefe y propietario de la firma para relatarle la inquietante sorpresa de haber encontrado en uno de los juegos (The Company of Myself”) una anomalía en su funcionamiento.

(De hecho este juego, -tipo Mario Bros-, existe en realidad. Me llamó la atención el nombre y de ahí partió la idea).

Al tratar de repararlo, encuentran en el código fuente unas líneas de programa que, en realidad y de alguna manera inexplicabl están escritas por el peronaje virtual del juego. Ese es el texto en cursiva del cuento.
Si uno fuera un personaje en un juego de ordenador, se haría muchas preguntas: ¿por qué corro tanto? ¿Cuál es el fin? ¿Alguien me dirige o me ampara? ¿Cuántas “vidas” me quedan?

Por si con esto aclaro algo, dejo a la imaginación del lector la posibilidad de que nosotros seamos a la vez los muñecos de un videojuego imaginado por alguien que “nos ampara y nos guía”, eso en el mejor de los casos.

Y si no, ¿Por qué corréis tanto? :)

domingo, 17 de febrero de 2013

"The Company of Myself"

“Imaginado inventor, imaginándolo todo para hacerse compañía” Samuel Beckett

De: jr.gpacheco@alvingamesspain.ccc.com [mailto: jr.gpacheco@alvingamesspain.ccc.com]
Enviado el: viernes, 29 de noviembre de 2012 11:44
Para: 'Robert Alvin'
Asunto: RE: Extraño suceso.

Estimado Señor Alvin:

En relación con el asunto sobre el que conversamos telefónicamente esta misma mañana, y en respuesta a su petición, le copio literalmente las líneas de programa halladas en el juego “ The Company of Myself” y que causaron los problemas de proceso que el equipo está tratando de solventar.

Más allá de los inconvenientes técnicos y de las disfunciones causadas a los usuarios del juego, quisiera también transmitirle la certeza de que algo insólito acaba de suceder y que el desánimo y la perplejidad invade a cuantos conocemos de este hecho. Quizá existan en las cosas causas y efectos que estamos lejos de comprender.

He aquí el texto traducido tal y como fue encontrado en el programa:

>“Estoy solo.

Aparte de un tenue aliento y de una serie de suaves golpeteos intermitentes, reiterativos y monótonos, siempre estuve solo. No parece haber más luz que la que parte de mi universo. Ninguna esperanza. Quizá ese aliento cansado sea la voz de Dios, mas no me es posible interpretarla.

Creo saber que duermo a menudo, pero no soy capaz de soñar, tan solo a veces me acosa el recuerdo de llaves, de flechas y de espacios, pero es tanta la exigencia de mi azarosa existencia que pronto lo olvido todo.

A la izquierda un paisaje. Pudieran ser unas colinas remotas, inalcanzables. No hay, sin embargo, tiempo para detenerse. Salto, corro, esquivo. Mis enemigos son muchos, como lo son los peligros a los que me enfrento. Las decisiones han de ser tan rápidas que a veces creo en mi intuición y destreza y otras en un puro azar que parece mantenerme vivo como si me guiaran, como si el empeño e interés de la naturaleza superara a mi propio instinto. Ese extremo me hace sentir bien, creo que alguien –quizá el propietario del aliento- cuida de mi vida y me ampara.
Hay un fin, un objetivo hacia el que me dirijo con un afán que me es ajeno, lo quiero recordar pero no puedo. ¿Cual es ese fin? ¿Lo sabrá el Aliento?

Otras veces la soledad parece morderme y no encuentro motivo para este empeño loco de seguir y seguir corriendo. Quisiera permanecer parado y reflexionar, aunque sólo fuera un instante.

Y aunque pienso a menudo en la muerte, algo me dice que habrá más vidas, otras vidas en las que, acaso, comprenda tantas cosas que ahora se me escapan. Transcender.

>Mientras tanto

>Sigo estando

>Solo

>End to Game over
"

En todo caso, una especie de sentido de la responsabilidad me aturde y me supera, por lo que aprovecho este mismo mensaje para poner mi cargo a disposición de la Compañía, después de tantos años de entrega total al proyecto. Necesito pensar acerca de todos estos acontecimientos.

Un saludo, Señor Alvin. Que Dios nos guíe y nos bendiga a todos.

domingo, 13 de enero de 2013

Nadie Nunca

Son curiosos los secretos. Lo que no se cuenta no es, lo que no se comparte no existe, se perderá con el tiempo; pronto se llega a dudar si ocurrió de verdad o si es pasto de los falsos recuerdos, de la incierta memoria, del olvido después.

Enrico Azzi aprendió mucho sobre secretos durante los años 90, tiempo en el que regentó “In bocca al Lupo”, un minúsculo restaurante de un pueblo costero de la Riviera, en una callejuela empedrada que desaguaba la luz mortecina de sus pocas farolas en la iluminada y concurrida Piazza Dante. Adquirió su prestigio con unos fetuccini legendarios y media docena de mesas con manteles a cuadros presididas por un cartel enorme de Sambuca Molinari en el que el dibujo de una pin-up vestida de rojo y con tacones anunciaba el licor con insinuación y todo el aspecto de de ser una fiel consumidora del producto, además de la imagen de marca.

Al terminar el turno de cenas, Enrico invitaba a una copa a los clientes más recalcitrantes y ponía vinilos de Rita Pavone y Celentano en un viejo tocadiscos mientras recogía y hacía la caja. Y así, sin darse cuenta, empezó su relación con los secretos. Una discreción proverbial y un rostro que invitaba a la confidencia le hicieron depositario de muchas historias liberadas por el exceso de Chianti y la soledad. Algunas eran banales, otras tiernas o terribles o curiosas, pero todas solían comenzar con estas palabras: Mira Enrico, esto no se lo he contado a nadie nunca…

Él escuchaba con atención. No hacía preguntas, no daba consejos. Sólo asentía y mostraba su comprensión. No le costaba trabajo porque él, como ellos, como todo el mundo, tenía también su propio secreto, solo que nunca había encontrado a un Enrico a quien contárselo.

Quince años tienen muchas noches. Un buen día, Enrico Azzi tomó una determinación que le pareció cabal. Dejó por un tiempo el negocio en manos de su encargado, se aprovisionó de papel y tinta –nada de ordenadores- y eligió de entre todas, las confidencias que más le habían impresionado.

Escribió las treinta historias durante la primavera de 2006, basándose tan solo en los recuerdos de las narraciones de sus protagonistas y evitando los nombres, lugares y circunstancias que les hicieran reconocibles. Tituló a su obra “Nessuno Mai”, nadie nunca. Cuando tuvo el manuscrito acabado, redactó también su propia historia jamás contada y la intercaló entre las demás, marcándola con el número veintiuno.

Fue sólo entonces cuando intuyó que la narración de esa historia –la número veintiuno- era quizá, después de todo, el fin último de un recorrido en que empleó tanto tiempo, como si el resto de confidencias fueran una especie de envoltorio o un camuflaje para permitirle narrar su propio recuerdo de forma impune. Luego hizo varias copias del libro en una vieja imprenta de la Vía Garessio y se recorrió personalmente media Italia buscando un editor. Al cabo, después de muchos fracasos, encontró a uno que aceptó el envite y que, paradójicamente, regentaba un modesto negocio en su misma ciudad. Mire, le dijo el propietario tras sus lentes de miope, acepto el manuscrito aún siendo una apuesta algo arriesgada. Pero lo acepto porque hay una historia entre ellas que por sí sola merecería la pena publicar; porque es lo más verosímil sincero y enternecedor que he leído en mucho tiempo. Él no contestó, guardó el contrato en el bolsillo y se dio la vuelta.
Y dígame, alcanzó a preguntar el editor, estos relatos ¿son ciertos?
No, respondió Enrico con la mano en el picaporte, todos son invenciones. Una lástima, concluyó el otro, se vendería mucho mejor si la gente los supiera verdaderos.

“Nadie Nunca” salió a la venta en 2008 y tuvo más consideración que éxito, como ocurre a menudo con los buenos autores cuando son desconocidos. Incluso algunas reseñas de alcance nacional alabaron su profundo conocimiento del alma humana y su capacidad para fabular sobre los claroscuros cotidianos de las vidas anónimas. Se vendieron unas dos mil copias antes de caer en el olvido y sin embargo, lo que más reconfortó a Azzi fueron algunas cartas sin remite en las que antiguos clientes le agradecían emotivamente la “liberación de una carga” que habían sentido al reconocer sus propios secretos entre las páginas del libro.

Pero todos los profesionales, sus allegados y hasta su mujer y sus hijos, coincidieron en que una de las historias (la veintiuno) era demasiado fantasiosa. Él aceptó humildemente esa crítica con una sonrisa y un silencio. Enrico Azzi nunca volvió a escribir una sola línea, vendió el restaurante y se retiró unos años después. Ahora vive feliz con su familia, con la que todo lo comparte, en una casita de piedra en los alrededores de Bussanna Vechia, desde la que se divisa el azul inexplicable del mar de Liguria.


martes, 1 de enero de 2013

Memoria y olvido

Como el rey Ciro de Persia, como Simónides o como e Funes de Borges, Luis Valero nació provisto de una memoria total. Su rectitud y un cierto sentido del pudor le impidieron obtener de este hecho extraordinario más ventaja que la del cómodo y eficacísimo ejercicio de su empleo como bibliotecario y algún alarde menor de sobremesa.
Se casó joven con una mujer aún más firme y leal que su memoria, a la que conquistó recitándole fragmentos del Cantar de los Cantares. Se llamaba Adela. Nunca tuvieron hijos.

Abrumado por el presente, sobrellevó con dignidad su maldición. Siempre decía ser la única persona en el mundo que no podía beber para olvidar. En una ocasión, contrajo unas fiebres que lo derrumbaron en la cama por espacio de dos semanas. Arrasado por los temblores y el delirio, sucumbió a un dulce estado de semiinconsciencia que le privó temporalmente de su don, sumiéndole en un mundo para él desconocido donde los recuerdos no lo eran por más de cinco minutos. Muchos años más tarde me confesaría, durante un melancólico paseo por el Retiro que, a pesar de todo, aquellos catorce días con sus catorce noches había sido plenamente feliz.

Luis podía evocar con precisión cada hoja vencida de otoño que vio de regreso a casa el día que le diagnosticaron Alzheimer a Adela. Ella olvidó pronto que él lo recordaba todo. Luego olvidó su propio nombre. Sólo después, también olvidó el de él. Fue entonces cuando empezó a seducirla cada mañana y era hermoso verles, con la sorpresa del amor recién estrenado bailándoles en los ojos.

Adela murió un mes de marzo. Luis la sobrevivió treinta días, que fue justo el tiempo que empleó en recordar cada centímetro de su piel del día exacto en que ella cumplió los veintidós.

Me gusta imaginarles juntos, en algún lugar; compartiendo al fin, no importa si la memoria o el olvido.