sábado, 7 de enero de 2012

La Asociación

“Si un hombre se deja tentar por un asesinato, poco después piensa que el robo no tiene importancia, y del robo pasa a la bebida y a no respetar los sábados, y de esto pasa a la negligencia de los modales y al abandono de sus deberes”.
(Thomas de Quincey)


“(…) Cierra la reunión el Señor Laurent con un encendido y certero discurso en el que cita nada menos que a Carlyle, a Plinio y hasta a Chesterton : “En el asesinato, el criminal es el artista y el detective, el crítico”. Nada queda por añadir al Ciclo Séptimo, salvo acotar que el Señor Lebrin, como tesorero, señala la existencia de un saldo de 5.000 francos disponibles puesto que todos los señores miembros anotaron “captura” en el período anterior.”
(Fragmento del Libro de Actas de la Asociación del día 30 de Noviembre de 1956)


Phillipe Laurent, en su calidad de anfitrión, abre la reunión del ciclo Octavo y se atusa el grasiento bigote de guías con gesto impaciente. Mientras, suenan unos contenidos aplausos que tienen más que ver con la mesura que con la falta de entusiasmo. También y a la vez, expulsa una ligera ventosidad que disimula sin éxito con un falso golpe de tos. Nadie en la docta reunión hace signos de percibir tal hecho, sabedores de que es inútil intentar ser sublime sin interrupción, por mucho que todos critiquen (a su espalda, claro está) esos excesos del Juez Laurent que atribuyen a su avanzada edad, la misma que, por otro lado, todos comparten. La educación es una constante en las reuniones de la Asociación: Las formas son el fondo, como dijo el Comisario Gancourt en la Ceremonia Fundacional.

La sala es el antiguo despacho del juez, en su domicilio de la Rue Saint Paul, una estancia oscura y solemne, como tantas de las sentencias que dictó durante décadas. Componen el escenario tres círculos concéntricos. En el interior, la gran mesa de nogal y en torno a ella, los cinco miembros de la Asociación, un juez, un fiscal, un comisario, un psiquiatra forense de La Santé y un asesino convicto reconvertido en confidente. Salvo éste último, todos se retiraron hace mucho tiempo. En realidad, la Asociación representa todo el antiguo poder de la justicia criminal de París desde todos los prismas posibles. El cuadro se completa con las paredes, forradas de estanterías que albergan cientos de anticuados libros de Derecho repletos de polvo. El ambiente entero huele a vejez y a demencia.

Toma la palabra el Fiscal Galin y es de notar que cuando habla (emboscado en su barba y en su genio), todos callan y que no es fácil conseguir tal respeto de un público tan acostumbrado a obtener gratuitamente la aquiescencia de sus inferiores, que, en su día, fueron todos los funcionarios de Francia y la casi totalidad de sus súbditos.
“Hoy tenemos, amigos míos, un caso extraordinario: Puffet, ese hombrecillo de apariencia inofensiva que espera en la antesala, es nuestro hombre para el ciclo Octavo y quizá, el mejor hallazgo desde que inauguramos esta actividad. Debemos esta circunstancia, comme d’hàbitude, a nuestro buen amigo Deschamps”
Todas las miradas se dirigen hacia Deschamps, y éste se ruboriza, lo que demuestra que, al cabo, las emociones más pueriles y básicas, como lo es el reparo, habitan también los corazones de los más descarnados asesinos. Otro punto para Maurice Deschamps que es siempre quien marca la pieza para que las influencias del resto de miembros de la Asociación consigan excarcelar o -como hoy es el caso-, liberar al que ellos llaman “ejecutor” desde algún remoto y olvidado hospital psiquiátrico.

Siguiendo con fidelidad el ritual, los señores socios hacen entonces pasar a Puffet y la simple inspección ocular del sujeto levanta murmullos de aprobación en la sala. Es Puffet un individuo sudoroso, de corta talla, ademanes nerviosos y ojos pequeños y brillantes, que se mueven en todas direcciones ensuciando cuanto miran. Todas las aberraciones de su conducta constan en las copias del expediente que examinan los asociados y hasta ellos experimentan un cierto asco al ver las imágenes y leer por encima el balance de sus crímenes horrendos.

El profesor Lebrin, el psiquiatra, extrae entonces de un cajón la guía de teléfonos del distrito de París con la solemnidad habitual y abre una página al azar. La tradición manda que sea el Juez Laurent quien marque con su dedo huesudo un nombre cualquiera dentro de esa página, nombre que le es mostrado a Puffet, quien anota los datos de su puño y letra en un papel que guarda arrugado en el bolsillo interior de su estropeada chaqueta. Después, abandona la sala, escabulléndose con una sonrisa de satisfacción que tiene un cierto deje obsceno. La suerte está echada.

Se abre el turno de apuestas: “Captura” o “Impunidad”. Los Señores Socios votan y seguirán con profesional atención este caso, debatiendo con pasión entre ellos cada detalle de la investigación y del posible proceso.

Mientras, en algún lugar no muy lejano, un ciudadano cualquiera regresa a casa cargado con los regalos de Navidad, ignorante de su segura y del todo arbitraria condena a muerte.