miércoles, 8 de febrero de 2012

Creer en fantasmas


La anécdota es muy conocida en la familia y mil veces referida. Corría el año 1946 y un aneurisma se llevó a la tumba a la abuela cuando mi madre sólo contaba con cinco años. Al día siguiente, mientras se celebraba el entierro, la niña se quedó en casa con la criada mientras la familia cumplía el doloroso trámite de dar tierra a la difunta.
Al regresar, mi abuelo besó a su hija y no supo cómo narrarle esa pérdida, asustado por pensar que, siendo tan pequeña, era lo suficientemente mayor para sufrir pero no tanto como para afrontarlo.

La reacción de mi madre fue sorprendente y aterradora. Eso no es verdad, papá: mamá ha estado aquí esta tarde y ha venido a acariciarme vestida de azul y con todos los anillos puestos.
Y ese era justo el modo en el que fue amortajada.

Mi madre siempre recordó aquel suceso y nos lo contó muchas veces tal y como lo relato yo ahora. Sin embargo siempre se ocupó de añadir, con un escepticismo despreocupado y sincero, que ella no creía en fantasmas.

Y la muy tozuda aún lo sigue diciendo, tanto tiempo después, a pesar de que ya lleva muerta desde hace muchísimos años.