domingo, 31 de marzo de 2013

El Caza

En esta profesión la fama llega así, de un día para otro; sin que tengas tiempo para darte cuenta. Estás viajando en metro con una vieja bolsa de deporte y unas botas usadas y, al día siguiente, eres la portada de un periódico deportivo. Sin más. No hay transición ni más mérito que el una cierta destreza a la hora de golpear un balón con los pies. Y todo lo que me ocurrió en los años que siguieron no hizo sino consolidar esa sensación de desconcierto. Tantos músicos, políticos, intelectuales, gente de auténtico talento, con los que llegué a tratar y los fotógrafos buscándome a mí, a un simple futbolista.

Al principio el cambio es abrumador: los contratos, el dinero, la prensa, los autógrafos, el bramar del público… sólo por parar la pelota y enviarla a un compañero, qué locura. El esférico se convierte en la única razón de ser de una existencia atropellada en la que no queda tiempo para pensar. Marcas goles, anotas tantos, bates al meta, perforas el marco, elevas los brazos y te encuentras con la grada baja llena de personas que parecen alegrarse aún más que tú, así que la vergüenza de defraudarles te hace mostrar una falsa bravura triunfante, como de héroe antiguo o de gladiador.

Pero fue Imanol Martí, el periodista deportivo, quien creó el mito, quien desbordó las cosas de modo irremediable, quien supo ofertar a la gente lo que la gente siempre espera: asistir al prodigio, ser espectadores del milagro y en consecuencia, un poco protagonistas. Poder contar: yo lo vi, es el mejor. Mejor que Pelé, Messi y Maradona juntos, nunca hubo uno igual, yo lo vi. Fue a cuento de una jugada que yo repetía sin querer. Al recibir el balón cerca del área, abría los brazos en horizontal, para equilibrarme y decidir. Cuando veía el hueco, aceleraba entre los defensas, sorteando rivales hasta colocar el balón fuera del alcance del arquero. No se si era el primero en hacerlo, seguro que no, pero el reportero tituló al día siguiente: “Despega el caza”. Y ya nunca más fui Jaime Perea, el chico de barrio que triunfó en el mundo del fútbol.
Ya -y para siempre-, fui el Caza.

Años después, cuando ya llevaba escolta, cuando era impensable salir a la calle como los demás, cuando fui aclamado como el mejor jugador de la historia, el propio Martí publicó mi supuesto romance con Lupe Ivana, una actriz de moda a la que jamás había visto en persona. Sé que no era cálculo ni estrategia lo que impulsó a Lupe a llamarme, divertida, para comentar la noticia. Fue su simpatía, su distancia de personaje acostumbrado a la voracidad mentirosa de la prensa lo que me cautivó en primer lugar. Dos días después éramos amantes. Al poco, ella ganó el partido y su risa me abandonó, dejando en mí una huella más perdurable que las cicatrices de las patadas de los rivales o los mordientes destrozos de las lesiones.

Aún tengo guardado el recorte: “El Caza se retira.”
Siempre había buscado una humilde perfección en lo que hacía, siempre entrené y jugué con dedicación. Fui consciente de mi extraño don y de que nunca hubo equilibrio entre la poca importancia que yo le di y la mucha que le atribuyeron los demás. Por eso me impactó tanto la –de nuevo- falsa noticia, porque era verdad sin serlo, porque describía mis sentimientos de forma exacta, porque explicaba lo que me sucedía desde hacía tiempo mejor que yo mismo. Intenté incluso hablar con el periodista, -de nuevo Imanol Martí-, pero se trataba de un freelance cuyo teléfono tenía las llamadas restringidas.
Aquella tarde fallé dos penaltis.
Al acabar la temporada me retiré.

De alguna manera lo estaba esperando, era inevitable.
Se trata de una pequeña nota en el diario, al final de la sección de deportes. Viene sin firmar, pero no hace ninguna falta. Enseguida he relacionado ese malestar, ese dolor indeterminado en la boca del estómago que me acompaña últimamente con la noticia escueta, tan solo un titular: “Jaime Perea, el Caza, aquejado de una enfermedad mortal”.
Ahora visitaré a los mejores médicos. Me harán un montón de pruebas y de preguntas y yo a ellos, aunque hay un único dato que de verdad tenga para mí algún interés y es cuánto tiempo voy a vivir aún.
Pero la respuesta a esa pregunta sólo la tiene alguien inaccesible y aterrador. Alguien cuyo teléfono tiene las llamadas restringidas.

martes, 19 de marzo de 2013

"The Company of Myself" (Post Scriptum)


En estos días, varios lectores del blog me han trasladado su falta de comprensión acerca de la última entrada. Como quiera que les conozco y como no tengo dudas respecto a su interés e inteligencia, hago esta aclaración a la vez que reconozco mi “falta” al no haber sido capaz de escribirlo con la claridad debida.
Deduzco, además, que otros muchos lectores que me son desconocidos habrán pensado igual, de modo que esta explicación es también para ellos.

Mi primera intención fue la de plantearme el reto de escribir un correo electrónico que fuera en sí un relato, sin ningún otro aditamento ni explicación contextual. En este caso, se trata del empleado de una empresa de videojuegos (“Alvin Games”) que escribe a su jefe y propietario de la firma para relatarle la inquietante sorpresa de haber encontrado en uno de los juegos (The Company of Myself”) una anomalía en su funcionamiento.

(De hecho este juego, -tipo Mario Bros-, existe en realidad. Me llamó la atención el nombre y de ahí partió la idea).

Al tratar de repararlo, encuentran en el código fuente unas líneas de programa que, en realidad y de alguna manera inexplicabl están escritas por el peronaje virtual del juego. Ese es el texto en cursiva del cuento.
Si uno fuera un personaje en un juego de ordenador, se haría muchas preguntas: ¿por qué corro tanto? ¿Cuál es el fin? ¿Alguien me dirige o me ampara? ¿Cuántas “vidas” me quedan?

Por si con esto aclaro algo, dejo a la imaginación del lector la posibilidad de que nosotros seamos a la vez los muñecos de un videojuego imaginado por alguien que “nos ampara y nos guía”, eso en el mejor de los casos.

Y si no, ¿Por qué corréis tanto? :)