lunes, 11 de julio de 2011

Nemo



(Publicado en "Cafedeartistas")

Cuando llegó el momento de elegir, me decanté por una enorme y espesa barba negra -salpicada de canas aquí y allá- junto a una abultada cabellera del mismo color y unas gafas con montura de pasta oscura y algo anticuadas. El conjunto resultaba sobrecogedor y, en cierto modo, quería significar un estúpido desplante dirigido a los que manejan el cotarro.
Lo cierto es que, al principio, la decisión fue más bien frívola. Yo, que siempre había sido rubio y lampiño, quise obtener la mínima ventaja que me otorgaba mi nuevo estado para realizar un cambio radical, para saber qué se siente siendo moreno y peludo, sólo porque nunca pude lucir ni un exiguo bigote sin que pareciera un alarde patético.
Después descubrí que todo el que se cruzaba conmigo por la calle se fijaba en mi aspecto de ogro de cuento, de intelectual maoísta y pasadito, siendo, a la vez, que me convertía en irreconocible de tan notorio. Esto es: lo que me señalaba me ocultaba y viceversa. Era inconfundible y, a la vez, profundamente anónimo. No es de extrañar pues que, en consecuencia, también decidiera en ese momento mi nuevo nombre: Nemo... Nadie.

Sí, ya sé, no es muy original que digamos pero no saben lo vulgar que era el otro, el nombre antiguo, el que, por supuesto, no estoy autorizado a desvelar. Los que manejan el cotarro son muy claros al respecto y, una vez visto de lo que son capaces, les aseguro que uno no tiene ganas de pringarse por una pijada. Además, recuerden su propio nombre, díganlo en voz alta, piensen en él. Qué… ¿acaso les resulta muy original?

Así que proveerme de esta nueva imagen fue lo único algo divertido en esta historia. Bueno, eso y las pequeñas bromas que gastaba a la Señora Meli. Pero eso vendrá después, vayamos por partes. De momento les contaré lo que cuesta adaptarse. Es inevitable que uno tenga ciertas ideas preconcebidas, fruto de los libros y de la tele, de modo que hay que ser práctico y aprender pronto las verdaderas reglas, porque allí nadie te cuenta gran cosa. (Aunque bien es cierto que tienen un lío de mil pares. Parece que en todos los sitios cuecen habas).
Por ejemplo: la regla número uno es que no puedes atravesar muros o puertas. Es decir, tienes consistencia física constante. Nada, pues de apariciones y desapariciones dramáticas. En cambio, eres resistente y extraordinariamente veloz, porque estás como hueco por dentro. Sí, como un puto Kent, en serio: He intentado varias veces fumarme un cigarrillo y el humo se escapa solo por todos los orificios del cuerpo. Sí, dije todos. De lo más humillante, estoy de acuerdo. Esta vaina, por supuesto, excluye comer. Y, lo que es peor, excluye beber. En cualquier otro caso, esto último sería un inconveniente, pero en el mío resultaba una verdadera tragedia.
¿Recuerdan a Dennis Wilson, el de los Beach Boys? Al parecer, iba tan borracho que se ahogó en una charca de menos de un metro de profundidad. Bueno, sólo diré que mi muerte no sólo fue ridícula sino que ni siquiera fue original, salvo que mi charca era aún menos profunda, lo que me otorga el dudoso mérito de merecer figurar con letras de oro en el Libro Guinness de los Idiotas, junto –quizá- a Hill, ese pequeño enclenque de la fila de los suicidas. (Se rumorea que se tomó dos frascos enteros de nuez moscada).

Respecto a las demás reglas, uno las va aprendiendo poco a poco, merced a un tedioso sentido de la experiencia. Ni sábanas, ni psicofonías, ni cadenas o aullidos nocturnos. No se duerme, nada de confidencias a los otros, (En consecuencia, no es posible reconocer o encontrar a tus iguales, aunque me consta que los hay a manta). Las uñas no crecen, no te ensucias, nada de caries, no envejeces. No puedes relacionarte mucho con alguien porque siempre llevas la misma ropa, imposible por otra parte salir a cenar. De sexo, ni hablamos… En fin. El aburrimiento más absoluto. Díganme: ¿Es esto muerte?

Así estaban las cosas cuando conocí a la Señora Meli.

Me encontraba, como de costumbre, ramoneando por entre los cubos de basura, encarando lo yo que llamo un Proyecto. En esta ocasión se trataba de recolectar cada día lo más valioso que alguien hubiera tirado. Confrontándolo con los del resto del mes, me hallaría ante el objeto finalista que, a su vez, competiría con los del resto de meses, para alzarse con el título de Artículo de Desecho del Año. El día había sido flojo y mi botín consistía en una cuchara de madera seminueva y un número atrasado del Muy Interesante. La decisión andaba competida.

Entonces la vi, con la pequeña en brazos y un gesto de cansancio y de honda tristeza clavado en sus ojos azules. Les mentiría si dijera que me enamoré a primera vista, porque fue a la segunda. O quizá a la tercera, pero fue para siempre. Y les aseguro que, en mi caso, eso es mucho tiempo.

A partir de entonces cambiaron mis rutinas y no había noche que no esperara expectante la llegada de la Señora Meli y de Raquel, poco más que un bebé, camino de casa. Fue por entonces y para llamar su atención, cuando empecé a hacer mis numeritos. Un día me quemaba la barba con una cerilla. Al siguiente, me encontraban haciendo flexiones sin descanso, otro más allá, haciendo equilibrios con un paraguas.... Un feliz día, la Señora Meli me sonrió al pasar. Considero para mis adentros ese día como el del comienzo de una relación.

Quizá no lo crean, pero los cinco minutos diarios que empleaban en cruzar la calle y entrar en el portal se convirtieron de tal modo en el eje de mi existencia que el resto del tiempo se convirtió en un fastidioso preámbulo, sólo dedicado a recordar –o anticipar- el alimento ya imprescindible de su sonrisa.

Lo que les vengo a contar sucedió unos pocos meses después. Lo se porque la pequeña ya caminaba sola. El tipo que las abordó en el cruce debía ser un conocido porque agarró a la señora Meli del brazo con familiaridad. Enseguida comprendí que algo no andaba bien y aunque los coches me hacían ver la escena con intermitencias, se hacía cada vez más evidente que se trataba de una discusión violenta.
Cuando vi el brillo de una navaja empecé a correr.
Ya les he dicho que soy rápido, pero los acontecimientos estuvieron a punto de serlo más que yo. Mientras sorteaba vehículos alocadamente, la navaja cayó al suelo en el forcejeo, de donde la recogió Raquel. Ellos dos seguían gritándose cuando me lancé sobre la niña, justo en el instante en que su boca iba a cerrarse sobre el filo. Ambos rodamos por la acera, mientras el peligro se alejaba tintineando sobre las baldosas de la calle.

Toda la vida asustándome de los cuentos de aparecidos y los que de verdad asustan son ustedes, me refiero a los vivos, a la gente normal.
Los dos nos miramos aterrorizados. Raquel, porque veía a un señor feo, todo pelo y barba, que la miraba. Yo, porque acababa de caer en la cuenta del manejo; que yo no era, a fin de cuentas, un fantasma.

Que lo que yo era, en realidad, es un puto Ángel de la Guarda.

martes, 5 de julio de 2011

Elogio de la brevedad

Muchos libros son, a veces, muy largos: exagerada e inútilmente largos.

Uf, ya queda dicho. Dejar constancia escrita de semejante herejía es, sin duda, la parte más difícil de esta entrada. Quepa en mi descargo la autoridad moral que confiere el hecho de haberme tragado volúmenes y volúmenes cuyo número de páginas ya era disuasorio aún antes de empezar a leerlos. (Hace años tenía siempre el empeño idiota de acabar todo libro que empezara, sin dejar pasar una línea. Con los años me he curado de ese hábito. Sólo Dios sabe el tiempo que me he ahorrado).

Un largometraje suele durar noventa minutos, un anuncio veinte segundos, una representación teatral en torno a dos horas, un soneto catorce versos exactos, y así con todo. Existen motivos para ello, tanto referidos a las exigencias de exhibidores, público y productores como a la costumbre o al tiempo máximo psicológico de atención, pero… ¿por qué las novelas (a ellas me refiero cuando digo “libros”) tienen una extensión tan variable? ¿Por qué nadie marcó un estándar -digamos unas trescientas páginas-, aún con las lógicas excepciones?

He llegado a sospechar que la industria editorial actúa como los pescaderos, que primero pesan la pieza entera para calcular el precio y, después, lo limpian y te entregan la parte útil con la única diferencia que, en el caso de las novelas, te entregan el exceso sin preguntar y, además, las páginas sobrantes no sirven ni siquiera para hacer un buen fumet. (Se de una obra muy conocida que incluye, junto a la historia, un manual de “bricomanía” explicando cómo construir una catedral de forma sencilla).

Por el contrario, sería ventajoso que los libreros experimentados obraran de este modo:

-¿”El clan del oso cavernario”? Excelente elección, lo acabamos de recibir, está fresco, fresco. A veinte euros. ¿Se lo limpio?
-Sí, por favor. Es para leer este verano.

Entonces y con una habilidad envidiable, el viejo librero, provisto de un cuchillo bien afilado, cortaría fragmentos de aquí y de allá y añadiría:

-¿El señor se llevará en bolsa aparte las minuciosas descripciones botánicas?
-No, muy amable, está bien así.

Y estaría bien. Aunque sólo fuera por las pobres estanterías, estaría bien.

Existe, sin embargo otra razón más sutil, pero antes de mi alegato, llamaré al estrado a dos testigos. El primer testimonio es de Borges, de quien son estas palabras:

“Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos."

Claro. Borges no escribió una sola novela en toda su vida, únicamente poemas y relatos. ¿Cabe la posibilidad de que dijera eso por despecho? ¿Que no escribió libros extensos porque no sabía o no podía hacerlo?
Quizá nos lo aclare el segundo testigo: William Faulkner quien, aunque cultivó todos los géneros, ha pasado a la historia como uno de los mejores novelistas norteamericanos:

"Todo novelista quiere escribir poesía, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, y al volver a fracasar, y sólo entonces, se pone a escribir novelas."

Estoy de acuerdo. Pero, claro, hacer poesía “bien” es jugar en el patio de los mayores. No está al alcance de cualquiera.

En fin, que en literatura, como en todo, es más complicada la síntesis que la glosa y que, en los tiempos que corren, (descargas desde Internet, inmediatez, cambios en las costumbres, falta de tiempo…) más vale tomarse el tiempo de entregar el producto sin espinas.

Termino rescatando de la última novela de Montero Glez, “Pistola y cuchillo”, (una delicia de 125 páginas sin nada que le sobre o que falte), una copla de Camarón, de origen desconocido que encapsula en tan solo tres versos todo el universo de los antiguos amores rondados a través de las ventanas de Andalucía:

Una reja es una cárcel
con el carcelero dentro
y con el preso en la calle.


¿Cabe decir más con menos?

O, como dijo Juan Belmonte cuando su mozo de espadas le traslado una queja mayoritaria del público respecto a la brevedad de sus faenas, siendo estas tan perfectas: “Pues, si les ha gustado, que vengan mañana que toreo otra vez”.

lunes, 20 de junio de 2011

El Juego

(A modo de experimento. Es largo, aviso. Lo digo para los que sois más de impresora)

Capítulo 1: INTRODUCCIÓN.

1.1 Descripción del juego.

Participan en el juego 60 jugadores.

Por sorteo, 30 de ellos jugarán de blanco y 30 de negro. Esto no significa la creación de dos equipos, (puesto que el objetivo del juego es individual y el entorno competitivo) sino que simplemente determina las cosas que unos y otros pueden o no pueden hacer y, en consecuencia, marca las estrategias posibles.

Durante la partida (que tiene una duración de cinco horas), los jugadores deberán fabricar aviones de papel de diseño libre. Cada avión tiene que fabricarse utilizando un folio y en la elaboración de cada uno de ellos no podrán emplearse más de dos minutos.

Para ello, cada jugador blanco recibe al comienzo un número variable de folios, nunca menos de 8 ni más de 12, aunque existen excepciones. El número exacto de folios de cada jugador blanco (así como la calidad y grosor de su lote de papel, que también es variable), es un dato que, en principio, sólo conoce (o en el segundo caso intuye) el jugador blanco correspondiente.

Los jugadores de negro no reciben papel, pero son los únicos que pueden fabricar aviones. Así pues, cada avión terminado tiene dos propietarios, uno de blanco y otro de negro. Ambos firmarán el avión para certificar su autoría.

Ningún avión puede ser probado por los jugadores hasta el final del juego.

1.2 Objetivo

Al finalizar la partida, un juez imparcial lanzará uno a uno todos los aviones y, después, trazará una línea horizontal en el suelo. Todos los aviones que queden por delante de esa marca serán ganadores y todos cuantos queden por detrás serán destruidos.

Por motivos de presupuesto del juego, el lugar concreto de trazado de la línea lo determina el resultado global en cada partida y es en consecuencia imposible para los jugadores saber de antemano si los aviones ganadores serán muchos o pocos.

Aquellos jugadores que no logren que ninguno de sus aviones se salve, serán eliminados. Los que sí lo logren, tendrán derecho a participar en la siguiente partida y recibirá la cantidad de 1.000 unidades monetarias multiplicadas por el número de aviones propios que hayan cruzado la línea.

1.3 Campo de juego.

El terreno de juego está formado por un gran patio central alrededor del que se encuentran 30 habitaciones o despachos. Cada una de ellas es asignada a un jugador blanco, aunque cualquier jugador puede entrar y salir de todas y cada una de ellas libremente.

La habitación cuenta con una mesa y dos sillas. La mesa tiene dos cajones, cuya llave custodia el jugador blanco. En un cajón guardará su lote de folios y en el otro los aviones terminados. Fuera de este ámbito, hay una sala de descanso en la que todos los jugadores, blancos y negros, deben permanecer por espacio de cinco minutos cada período de media hora, aunque cada uno puede elegir el momento que le sea más propicio durante ese período.

1.4 Otras normas.

- Puesto que para un jugador blanco es imposible, en principio, saber a priori la destreza manual de un jugador negro determinado, éstos portarán una baraja de naipes. La habilidad con que manejen las cartas supone el único indicio de su habilidad manual genérica.

- Unos vigilantes patrullan el terreno de juego. Si, en algún momento de la partida encuentran una habitación vacía, pueden forzar el cajón de los aviones y destruir todos o parte de ellos.

- Un jugador blanco puede en cualquier momento deshacer un avión terminado alisando el papel para entregarlo a otro jugador negro con el que pacte su reconstrucción cambiando la anterior firma. No estará obligado a referirle ese cambio al antiguo autor, pero este, por su parte, tendrá derecho a destruir el avión reconstruido si presencia el pacto.

- Por último, esta permitido cualquier acuerdo o alianza, tanto bilateral como multilateral, pero también se permite incumplir lo pactado, ocultar información y mentir.



Capítulo 2: TÁCTICAS Y ESTRATEGIAS.


(Extraído de “The Game: Tactics and Strategies for Black and White players” C. Wardin, 1859)

“Un primer análisis permite una aproximación básica hacia los puntos fuertes y débiles de cada color en el juego.

Parece claro que los jugadores de blanco tienen la gran ventaja inicial de ser los propietarios del papel, lo que les otorga la perspectiva de asegurarse la participación en el lanzamiento final de tantos aviones cuantos folios detenten, siempre y cuando encuentren una estrategia para salvaguardar sus unidades terminadas, lo que les hará más propensos a la conciliación y a los pactos de mutua ayuda.

Además, pueden elegir a un jugador negro que demuestre su valía (inicialmente con la baraja, luego con los primeros aviones), pero también pueden descartarlo en cualquier momento para tratar de encontrar a otro jugador más competente.

Como factor en contra, cuentan con un número menor de aviones potencialmente viables que un jugador negro y su vinculación al cuidado de los aviones es mayor, pues saben que las unidades que guardan en el cajón son siempre de su propiedad, sin ningún resquicio de duda.

Los negros, por su parte, tiene más posibilidades de completar aviones propios (potencialmente todos), pero también juegan en un entorno más competitivo y de mayor incertidumbre, lo que les hará más propensos al riesgo, la combatividad y la desconfianza. Una estrategia equivocada puede dejarles fácilmente fuera del juego, incluso teniendo sobrada capacidad técnica.

Bajo estas condiciones, los jugadores blancos tenderán más a esperar la aparición de un jugador negro razonablemente bueno, le hablaran maravillas de su papel, le exigirán amplias demostraciones de maestría y después tratarán de vincularle a la habitación: primero con la entrega de muchos folios seguidos y después por la necesidad de ambos de compartir la custodia del cajón de aviones terminados.

Para los jugadores negros es también vital acabar por vincularse a una habitación. Tenderán a presumir de pericia con las cartas, a intentar probar varios tipos de papel y, al encontrar uno conveniente, vigilarán para que sus aviones no sean cambiados, aún con la pérdida de otras oportunidades que ello conlleva…”(Op.cit. pág 25)


“Los pactos entre dos o más jugadores blancos para retener a un buen jugador de negro con la promesa de una mayor suma de folios suponen una de las más productivas estrategias, aún con el inconveniente de dejar abierta la posibilidad a la traición entre blancos, para eliminar aviones rivales.

Todo apunta, pues, a que la estrategia más estable a lo largo del tiempo supone la creación de pares estables blanco-negro, que incluyan, eventualmente, pequeñas traiciones por parte de ambos. El blanco ocultará su número exacto de folios para aprovechar algún descanso de su pareja y crear o rehacer algún otro avión con un tercero, diversificando sus posibilidades por si su compañero no era finalmente tan bueno.

Este a su vez, tenderá a aprovechar sus propios descansos alargándolos para tratar de conseguir crear algún avión en otra o en varias habitaciones.

Así las cosas, la amenaza para el negro consiste en acabar cuidando un cajón lleno de aviones ajenos, por lo que no descuidará en exceso la vigilancia, mientras que el peligro para el blanco consiste en un hipotético abandono por parte de su compañero si, en sus expediciones, encuentra a un blanco con mejor papel y se alía con él, dejando al primer socio solo para cuidar el cajón…”
(Op. cit. Pág 220)


Capítulo 3: EL JUEGO EVOLUCIONADO.

(Extraído de “Phsicology and behavior in advanced Game” de autor desconocido. 2030)

“Desde hace muchísimo tiempo, algunas características secundarias del juego han cambiado, aunque sin afectar a las reglas esenciales.

Ahora los jugadores son más numerosos, el campo de juego es de enormes proporciones y las partidas duran mucho más tiempo. Esto, unido al hecho de un inusitado avance en la pericia de los jugadores y la calidad de los folios, ha propiciado cambios en las actitudes y conductas de los participantes, aunque no en las estrategias básicas.

Estos han aprendido partida a partida (ahora se llaman “generaciones”) a neutralizar la actividad de los vigilantes (en argot “las plagas” o los “depredadores” según el lugar), por lo que, al menos en algunas zonas del campo de juego, las pérdidas y roturas de aviones son mucho menos frecuentes.

Aunque se siguen fabricando y rehaciendo aviones con profusión, a veces es sólo por divertimento y algunos jugadores terminan por guardar sólo unos pocos (porque saben que son suficientemente buenos para ganar y seguir jugando) o hasta ninguno (porque han perdido interés en el incentivo de los premios frente a la indudable carga que supone vigilar el cajón)

La enorme duración de las partidas no ha ido acompañada de un incremento en el número de folios, por lo que los jugadores tienen mucho tiempo libre que utilizan para actividades ajenas al juego, como chismorrear, modificar y adornar el terreno, inventar historias o fabricar cosas, a menudo inútiles, que después intercambian entre ellos. También esa ociosidad les ha conducido a formar grupos y clanes y no son infrecuentes los conflictos y las peleas (sobre todo propiciadas por los combativos negros) que, en ocasiones, presentan una inusitada violencia.

Olvidando que la adjudicación del uniforme es sólo fruto del azar, los jugadores de cada color tienen a veces un cierto resquemor hacia los del otro y critican sus tácticas, como si estas fueran fruto de su personalidad y no un derivado lógico de las normas que rigen la actividad. No obstante algunas asociaciones de blanco-negro acaban teniendo una cierta continuidad, pues es mucho el tiempo por llenar y se acaba estableciendo un afecto entre ellos que, al principio, suele ser arrebatado. También existen jugadores que prefieren asociarse con otros de su mismo color para jugar a las cartas o con los papeles, según los casos. Se dice que, en ocasiones, hasta algunos han logrado teñir su propio uniforme.

Por algún motivo, la construcción de aviones se ha convertido en un acto que produce vergüenza, por lo que suele realizarse a puerta cerrada y, a veces, hasta a oscuras, tal es ya la pericia de los jugadores.

Todos estos factores unidos, les han distraído del juego, separándoles del espíritu inicial y del objetivo: Demostrando una cierta prepotencia, muchos de ellos llegan a renegar de su condición de participantes y creen haber sido elegidos o destinados por los organizadores para fines más altos. Existen diversas teorías en relación a ello, pero son más las incógnitas, por lo que las palabras “Game Over” son a menudo evitadas o pronunciadas en voz baja y con un respeto reverente.

En este sentido, la figura del Juez (o jueces) encargados de lanzar los aviones es venerada en muchas zonas del terreno de juego. No tienen modo de saber que este juez es un escalón ínfimo en la escala jerárquica de la Organización, pero al ser su única referencia, han decidido sacralizarlo representándolo (puesto que nunca lo han visto) con la forma de un jugador de negro (por una imposición un tanto injusta) e imaginándolo infinitamente bondadoso para con los jugadores. Estas representaciones iconográficas llenan zonas enteras del patio central y algunas habitaciones. Algunos jugadores blancos, que no acaban de decidirse y no encuentran a tiempo a un constructor conveniente, se entretienen confeccionando vestidos de papel para estas imágenes.

Quizá para compensar, también se mitifica a una legendaria y antiquísima jugadora blanca de quien se dice que fue capaz de hacer volar un folio nuevo (purísimo y sin doblez alguno), más lejos que cualquiera.”

jueves, 2 de junio de 2011

Lo nunca visto


(Publicado en el "cafedeartistas", la verdad es que no sé cuando)

Nació entre brezos, bajo lunas encantadas. No la quiso el destino en macetas ni arriates, fue flor corsaria.
Baños de luz y de agua educaron su rostro perfecto, inédito milagro. Hubiera preferido para sí un fin más alto: reventar una solapa, dejar secar su belleza entre las páginas de un libro... o mejor aún: ser el oráculo de un amor incierto.
Pero creció remota y oculta, con la incesante disciplina de un espejo reflejando la habitación cuando ya nos hemos ido: fue inútil empeño, carta extraviada, beso sin boca.
Pasaron los días –toda una vida- y languideció añorando esos ojos que nunca la vieron. (Hasta los insectos desconfiaron de tan cabal geometría).

Vivió.

Y un atardecer, un soplo de brisa esparció sus últimos restos ensangrentados por el aire, que, bien visto, es la sustancia por la que transitan todas las miradas.

domingo, 22 de mayo de 2011

Sol en Sol


Este viernes por la mañana he vuelto a Sol, de donde nunca me fui del todo. Allí nací y allí viví hasta los doce años, de modo que paseo como simpatizante pero también disfruto del sentimiento, (algo presuntuoso, por otra parte) de ser una especie de anfitrión de incógnito. Allí, en ese lugar que ahora encuentro tan distinto, aprendí a jugar con mi hermano, asistí desde un balcón a remotas nocheviejas, compré mis primeros tebeos y corrí sin motivo por última vez. Al fin y al cabo, la infancia sigue siendo por siempre la patria de uno.

Veo carteles hermosos de tan pobres. Sábanas, cartulinas y hasta folios declaran ingeniosas invenciones esculpidas por un rotulador, viejas consignas que vuelven a parecer jóvenes y muchas otras que llaman a un civismo que no dé razones a los que buscan excusas. Asisto a una indignación absolutamente digna.

Eso es lo que veo. Y además veo a personas honestas: el motor eterno de los que no se conforman, la demostración de que años de educación han conseguido que las revoluciones, mal que pese, ya no son protagonizadas por turbas sino por gente que ha logrado ser el “hazmepensar” de Europa y del mundo entero. Y entonces me siento orgulloso.
Orgulloso de mi país, de mi ciudad y de “mi” plaza.

(Por encima del estrépito, Carlos III parece sonreír desde su caballo. Creo que le gusta ver todo esto y que suscribiría muchas de las demandas. El Oso, por su parte –desplazado de su ubicación por decisión municipal- araña con fuerza el madroño de bronce y lamenta perder su protagonismo en el evento. Los mamelucos de hoy en día no se acaban de enterar de que están cargando de nuevo contra ellos, pero esta vez sin cuchillos ni lanzas)

Un chico al que pregunto dónde puedo firmar mi apoyo me acompaña hasta una mesa de camping haciendo zigzag entre la gente. No me indica, me acompaña. Por el camino le pregunto cosas y me cuenta. Muchos tertulianos profesionales carecen de su criterio y mesura. En la mesa de adhesiones me precede una pareja de jubilados. Son franceses. Dicen algo ininteligible, firman y se van sonriendo cogidos de la mano. Es entonces cuando me sale la vena literaria y fantaseo con la posibilidad, no del todo descartable, de que esta pareja fundara su amor en otro mayo lejano, allá por el 68, cuando yo empezaba a caminar torpemente por la Puerta del Sol de la mano de mi padre. De ahí la ternura de su firma compartida, de ahí su arrebato solidario. De ahí su sonrisa cómplice.

Nadie sabe aún cuándo y cómo acabará toda esta hermosa lección. Que nos quiten lo bailao. Yo, por mi parte, mientras remontaba la calle de Alcalá con mi sensación de dignidad y mis recuerdos, no pude por menos que pensar en las historias individuales que se derivarán de esta situación colectiva. Y en cuántas amistades inquebrantables y amores incondicionales se estarán fraguando en estos días sobre el fondo de ese escenario soleado de tiendas de campaña, toldos y viejas sillitas plegables.

Hoy hay elecciones. Yo ya tengo la mía.

(He vuelto. Mañana me pongo al día en las muchas cosas que tengo que comentaros, Sinu, Ocelote, Muufi, Willows, C y compañía. Pero esto era urgente hoy)

lunes, 3 de enero de 2011

La plaga

(Imagen: Max Sauco)

Fausto nació perverso, guapo como el demonio y haciéndose presente con berreos inútiles que nunca pudo intercambiar por consuelos, así que aprendió enseguida como sacarle partido a cada esfuerzo. Creció sin madre y con un padre que se buscaba la vida mientras se perdía las ajenas, incluida la de su molestia hecha hijo. De este modo, la prenda cambió enseguida el colegio por la calle con la ventaja de su inteligencia, su abandono y el encanto de chico apuesto que subrayaba con esos ojos azul mate que, ya por aquel entonces, te miraban a navaja.

A los nueve descuadraba las cuentas al encargado de los billares y a los doce recién cumplidos distraía carteras en el tranvía y por la Plaza Mayor y se las entregaba sin billetes a los guardias y a los transeúntes a cambio de una propina suplicada con ese gesto inocente que es sólo patrimonio de los niños pobres. En los cincuenta -ya adolescente- se acopló por la calle de la Victoria, revendiendo papel en San Isidro y aprendiendo a tasar como nadie según cartel, sabiendo de los tendidos en los que antes se amansa la sombra. Fue un reventa de los de ley, de esos que, si jabonan, nunca ponen las entradas a precio y que se comen seis filas vacías si es menester antes que cederle el paso a la deshonra. Luego vino el güisqui, el tabaco y el material de liturgia proveniente de peristas en iglesias de pueblo comandadas por párrocos con tanta ambición como incultura: todo lo que se tiene al alcance tiene precio, todo se vende, en todo hay beneficio si no se tiene miedo.

A esas alturas, tenía una docena larga de chicas por Desengaño y Gran Vía que se morían por verle un gesto de barbilla y una sonrisa. Se quedó con las de pelo claro y gen propicio y les adentraba una herramienta descomunal, caliente y dura como metal de fragua con tal tino que cada espasmo era una imposición a plazo de nueve meses, con el rédito de un querube rubiasco y hermoso que, por trescientos del ala, colocaba a las familias pudientes que no podían engendrar. A cien mil el kilo de llorón, sobre poco más o menos. El Fausto amparaba su trapicheo argumentando que devolvía el pan a quien sí tenía dientes, en una especie de acto de justicia. Justicia pagada eso sí, que, al fin el bisnes es el bisnes. Y a las jebas que le hacían de vivero, cuarenta semanas fuera de la calle a cuerpo reina, diez papeles por las molestias y tos contentos, de modo que la semilla indecente se fue propagando por los barrios bien como reguero de pólvora.

Al Fausto muerto se le encontró sin costuras y con la sangre por fuera en una bocacalle de Mesón de Paredes el día de Año Nuevo del sesenta y seis. Nada más hizo la policía desconcertada sino informar del deceso del ciudadano Fausto Molero García y archivar el papeleo. Al sereno que lo encontró, le borraron de la declaración el detalle de unas huellas como de chivo o de cabra alrededor de la masacre del cuerpo vacío, por no alimentar la leyenda.

Y al poco, cada familia plín que compró el producto tuvo su parte alícuota de la plaga, observando con aprensión al heredero, tan malo siendo tan guapo y teniéndolo todo en la vida, mientras el rorro se las apaña para desviar la vista hacia otro lado con unos ojos azul mate donde se empieza ya a atisbar un mirar agudo que tiene el mismísimo son de una navaja afilada.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Paseos puntuados con Míster Dot



Cuando empecé a pasear con Mister Dot pensé que era la suya una curiosa forma de caminar, un poco “a la española”, con paradas frecuentes y repentinas, gestos elocuentes y constantes agarrones del brazo. Algún tiempo después vislumbré que todo ello respondía a un sistema, pero sólo más tarde descubrí los códigos inmutables que regían su charla y su conducta, o mejor dicho, que aunaban discurso y comportamiento dotando a ambos de un sorprendente sentido global. Era así que las exclamaciones las expresaba con los hombros levantados, una pausa leve en sus pasos enmarcaba una digresión, una larga daba lugar a otra idea o sentido y, cuando cambiaba de tema, cruzábamos la calle callados, como si recorriéramos un doble interlineado de asfalto. Después, tras dos largos pasos silentes de elegante sangría inglesa, retomaba la palabra y comenzábamos otro párrafo.

No cabía duda de que Míster Dot puntuaba la conversación.

Y eran paseos románticos y gramaticales, rondas sintácticas y pautadas por calles que eran ríos y, además, líneas de texto, como si escribiera con su tránsito la novela de su vida enamorada o como si eludiera la obligación de escribir a través de una literatura oralmente escrita -o escritamente oral-, que era, pues, efímera y, por tanto, más bella o más libre, abriendo luces de significado e inaugurando metáforas a cada tres o cuatro portales o comercios, como tubos fluorescentes que se fueran encendiendo a nuestro paso. Coma, punto. Punto y coma; pararse y avanzar. Y, como cada signo de puntuación tenía su gesto o su pausa (siempre el mismo, sin equivocarse jamás, con una exacta y hermosa precisión), para escuchar su obra en toda su extensión, para apreciar los distintos matices, se hacía necesario mirarlo.

Fue así como, leyendo nuestras charlas, me enteré de su historia de amor triste y grande como pocas (o como todas –insistía él- abriendo y cerrando un paréntesis mediante dos tenues golpes en mi hombro con el dorso de la mano).
Se trataba de Elsa, de la que nunca supe si existía de verdad o si era la excusa de Dot para llenar las manzanas y los barrios en blanco que aguardaban nuestro caminar errático. Ella estaba casada y vivía lejos, pero le enviaba unas cartas arrebatadas que contenían los más inspirados versos de amor jamás escritos; cartas que, caso de conocerse, harían empequeñecer al mismísimo Petrarca… si no fuera porque Elsa, la bella y sensible Elsa, no puntuaba nunca sus escritos. En años de relación epistolar nunca había usado un punto, una coma o una mísera tilde. Ese extremo, lejos de molestar a Dot, representaba para él una muestra más de la genialidad de ella. ¿Por qué habría de molestarme? (el signo de interrogación era uno de mis favoritos y consistía en un gracioso arabesco en el aire dibujado con la contera del bastón). Las aprendo de memoria y luego las recito recorriendo el pasillo.
Nunca se ha visto mayor ejemplo de la colaboración del lector, de su parte alícuota de creatividad, de su contribución a lo escrito por otros.

Unos días más tarde (o unas páginas, o unas calles, es lo mismo), Míster Dot me habló de sus dotes de vidente, dando un interesante giro a su historia lo que, en consecuencia, nos supuso dar también un giro a una glorieta donde prosperaban los lirios en anuncio de la primavera. La noticia (el capítulo) no me pilló de sorpresa, pues andaba yo desde tiempo atrás cavilando acerca del motivo por el que Dot y yo nos encontrábamos casi cada día y en distintos lugares sin citas ni premeditación, sólo porque sí, con una naturalidad indebida y algo falsa a la que yo no había podido –o querido- dar explicación, pendiente como estaba de volver a verlo y retomar así el hilo de su narración andante. En tan sólo medio distrito Dot justificó el prodigio: Cada día veía un fragmento del siguiente.
Pero el motivo de su confesión no era el alarde ni la explicación contextual de nuestros encuentros sino, más bien, la necesidad de justificar anticipadamente un acto propio, provisto de la inevitabilidad que sólo tiene el destino. Hasta que unas calles más tarde (o unos días o unas páginas, qué importa), el escritor oral más grande y desconocido de todos los tiempos me anunció solemnemente la ruptura de su amor imposible.

-¿Pero por qué? ¿Por qué ahora? -me atreví a preguntar.

Mister Dot hizo un punto y aparte limpio, eterno y suspendido. Un punto que era la antesala del desenlace definitivo de su texto hablado:

-Porque me he visto mañana llorando mientras rompía sus cartas.

Allí mismo se paró y yo me despedí. Jamás he vuelto a verlo.